Publicado en la revista Amaduma nº 50
Después de muchos años de convivencia, era la primera
Navidad que Aurora iba a pasar sin Alina.
Llevaba tiempo delicada y hacía dos semanas que había
fallecido. Sin escuchar su voz autoritaria la vivienda era un caserón al que
parecía faltarle vida. A pesar de no creerla cuando le decía que ella era como
su hermana, y de sus exigencias, con Alina todo era diferente. Le tenía una
especie de sumisión cariñosa, de la que renegaba a veces, y que ahora echaba en
falta. Con las chicas que la cuidaban, aunque estaba acompañada, se sentía
sola.
Alina estuvo casada con un ingeniero francés y vivió en
Touluse, pero al enviudar volvió al palacete del Limonar, herencia de su madre,
la marquesa de Monte Claro. Como se hallaba sola le escribió a Aurora
pidiéndole que le hiciera compañía, le cuidara la ropa, y de vez en cuando le
cocinara las comidas que le gustaban, que sería bien remunerada. Aurora que
vivía sola en su casa del pueblo aceptó el empleo. Al par de años de residir en
el palacete, Alina lo vendió por una buena cantidad y decidió irse a Madrid a
un piso que tenía en el Paseo de la Castellana.
En los planes de Aurora estaba regresar al pueblo, pero
antes de marcharse, Aline le rogó que se fuera a vivir con ella. Le dijo
sentirse triste por dejar la ciudad y que estaba tan acostumbrada a su compañía
que le sería difícil prescindir de ella. Le prometió subirle el sueldo y
contratar a dos chicas que atenderían la vivienda y a ellas de por vida. —De
ahora en adelante nuestro trato será diferente. No seremos señora y empleada.
Nos conocemos desde niñas y seremos como hermanas— le dijo.
Aurora emocionada aceptó el ofrecimiento. Para enfrentarse
a la vejez y sus problemas, en el piso de Madrid estrecharon los lazos de
amistad, encontrando la hija de la marquesa de Monte Claro su soporte afectivo
en Aurora, la niña que entró en su casa por caridad.
Tenía nueve años y hacía uno que se había quedado
huérfana de padre. La familia dependía de su jornal y, al faltarles, su madre y
su hermano de catorce años tuvieron que buscar trabajo. Él emigró con un tío a
Argentina y su madre, por recomendación de una prima, cocinera de la marquesa,
entró a formar parte del servicio como niñera de sus cuatro hijos.
Aurora se quedó en el pueblo con la abuela materna. Se
acordaba mucho de su madre. La echaba tanto en falta que perdió el apetito y
por las noches lloraba sin poder dormirse. La abuela pensando que podía
enfermar, escribió a su hija contándole lo que ocurría. Ella, al enterarse,
habló con su señora para que buscara otra niñera porque tenía que volver al
pueblo.
Al saber la causa, la marquesa que estaba contenta con
su servicio, le dijo que podría traerse a su hija. Cerca había un colegio para
niñas huérfanas del que salían después de almorzar, y que de noche podían
quedarse juntas en su habitación. Aceptó sin pensarlo y fue por ella.
Aurora siempre recordaría cuando llegó del pueblo al
palacete de el Limonar. Iba vestida de medio luto con alpargatas negras, un
lazo del mismo color en la coleta, y se agarraba con fuerza de una mano de su
madre. Entraron por la puerta de servicio y la llevó a la habitación donde iban
a dormir las dos, siempre que no la necesitaran los hijos de la señora. Dejaron
la bolsa de la ropa sobre la cama y fue a enseñarle la casa. Estaba
contemplando embobada los muebles y los cuadros del salón, en el momento
llegaron del colegio Menchu y Alina, las dos hijas de los marqueses. Su madre
se las presentó, y ellas la miraron como si fuera un bicho raro. Alina sin
poder contenerse le preguntó: —¿Por qué vas vestida así? ¿En tu pueblo todas
las niñas se visten como tú? —Ella bajó la cabeza, evitando mirarla de frente,
y le contestó balbuciendo:
—Es... es que hace un año se ha muerto mi padre y...
llevo luto por él.
—Vaya si sois catetos y atrasados en tu pueblo. En la
ciudad a las niñas no le ponen luto. Como soy dos años mayor que tú, la ropa y
zapatos que se me han quedado pequeños, te estarán bien. Te los daré porque si
te ven mis amigas, vestida como vas, pueden reírse de ti.
Cuando su madre le puso la ropa y se miró en el espejo
se encontró tan linda como una princesa de cuento. Nerviosa y feliz, sin atinar
cómo hacerlo, fue a darle las gracias a Alina. Ella la vio en apuros y le dijo
con una sonrisa indulgente: —No me agradezcas nada. Si tú no hubieras venido,
los vestidos los iba a llevar una de las muchachas del servicio a la parroquia
para las niñas pobres. Mejor que hayan sido para ti.
Con un nudo en la garganta, Aurora no pudo contestarle,
y supo el lugar que ocuparía en aquel palacete. Se adaptó a su nueva vida. Iba
al colegio, hacía los deberes en su habitación y para distraerse bajaba al
jardín donde a veces estaban Menchu y Alina con sus amigas. Por las noches era
cuando su madre le pertenecía, aunque algunas ni eso. Los marqueses viajaban
mucho y los mellizos, que tenían siete años, le pedían a tata Lola que se
quedara con ellos. Menchu como se las daba de mujer no, pero Alina y los niños
querían a su madre más que a la suya. Aurora veía con el esmero que ella los
cuidada y llegó hasta tener celos pensando que le robaban parte de lo único que
era suyo en aquella lujosa vivienda; el cariño de su madre.
Menchu se convirtió en una mujercita y su presentación
en sociedad la celebraron en el salón principal del palacete con una cena de
exquisiteces y música de valses y boleros. Los invitados, ellas vestidas con
trajes voluptuosos de encaje o seda y ellos de gala, bailaban al ritmo de la
música sonrientes y felices. Aurora los miraba embelesada escondida tras una
cortina cuando fue descubierta por una amiga de Menchu que le preguntó:
—Esa niña que nos está espiando tras la cortina ¿quién
es?
— Menchu le contestó despectiva y enfadada:
—Debe ser la hija de la niñera. La tenemos recogida y
es una cateta entrometida que no sabe estar en el lugar que le corresponde
—Aurora la oyó y sintió dentro una punzada de rabia y
dolor.
Pasado el tiempo aquella respuesta fue como un
vaticinio. Nunca había estado en el lugar que le correspondía. La marquesa le
decía que era como de la familia, pero no era su familia. Vivía en un palacete
que no era su casa, se trataba con sus señoritas sin ser sus amigas y le
gustaban sus pretendientes, que no se fijaban en ella. Los que se fijaban eran
el carnicero y el frutero que no le gustaban.
Los mellizos crecieron y se marcharon a estudiar a
Londres, Menchu y Alina se casaron. Aurora no. Su madre pasó a ser cocinera y
ella señorita de compañía de la marquesa. Las tres, con dos muchachas de
servicio, vivieron en el palacete hasta que falleció su madre, y luego la
señora.
Los hijos después del sepelio acordaron cerrar la
vivienda y darle a Aurora una buena indemnización. Con el dinero arregló su
casa del pueblo donde estuvo hasta que se fue a vivir con Alina.
Tras su muerte no sabe qué determinación tomar, si
seguir en el piso de Madrid cuidada por las chicas, como le prometió Alina, o
marcharse a vivir y morir al pueblo. Aunque se desarraigó de él, quizá sea el lugar
que le corresponde.
Amalia Díaz
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