Artículo
de Manuel Casado Velarde, Catedrático
emérito de Lengua Española, especializado en análisis del discurso, innovación
léxica, Lexicología y Semántica del español, Universidad de Navarra. Publicado
en la revista digital The Conversation.
Todo
lo que forma parte de la vida, creencias y afanes de las sociedades humanas
acaba por dejar huella en sus lenguas –“la lengua es el archivo de la
historia”, escribió el filósofo y poeta estadounidense Ralph Waldo Emerson– y afectar a los modos de expresarse sus hablantes y
de estar “instalados en el mundo”, por decirlo con palabras de Martin Heidegger.
La
temprana evangelización de los habitantes de Hispania, cuyo comienzo se remonta
a la época apostólica (siglo I de nuestra era) –pensemos en Santiago el Zebedeo y, posiblemente, también en san Pablo–, tuvo repercusiones de gran
calado en las diferentes manifestaciones de la actividad lingüística, ya sea
creando palabras nuevas, o bien dando nuevos significados a las ya existentes.
Las
nuevas realidades evangélicas
De
entrada, hubo que empezar denominando las nuevas realidades que anunciaba el
mensaje evangélico: Mesías o Cristo, apóstol,
obispo, bautismo, misa, domingo, pascua, iglesia, penitencia, ángel, demonio,
cementerio…
La
antroponimia, con los nuevos nombres de pila (bautismal,
por supuesto) que se fueron difundiendo, experimentó un vuelco importante, e
incluso la misma toponimia: nombres de ciudades como Santiago o Santa
Cruz, Santa Fe, San Juan, San José, San Francisco, San Antonio, Los Ángeles, La
Paz, luego trasplantados a América.
Apenas
hay esfera de la vida en la que no haya dejado su impronta, y no solo a través
del idioma, la fe y el modo de vivir de los cristianos: calendario,
festividades y vacaciones, edificaciones, saludos y despedidas, patronos,
romerías, gastronomía, etc.
Refranero
de origen cristiano
Y,
como no podía ser menos, los personajes y acontecimientos de los libros
sagrados –tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento– pasaron a formar parte
del acervo idiomático de andar por casa.
Por
citar solo a personas o hechos asociados con las conmemoraciones que se
celebran en estos días, sirvan de ejemplo comparaciones emblemáticas como ser alguien más
falso que Judas, llorar como una Magdalen_a o estar
más alegre o contento que unas pascuas; enunciados o
frases como andar o ir de Herodes a Pilatos (ir
de mal en peor en un asunto), lavarse las manos (como el
gobernador romano recién citado), estar hecho un ecce homo, armar o montar
el cirio, beber o apurar el cáliz, ser _alguien un
cirineo (persona que ayuda a otra en algún trabajo penoso), o un
Barrabás (persona mala, traviesa, díscola), hacer una
barrabasada; vocablos como Dolorosa, resurrección, hosanna,
aleluya, escriba, fariseo; o interjecciones como ¡por los clavos de
Cristo! o ¡santas pascuas!
Los
dolores y la cruz
Para
referirnos a lo que se nos hace costoso o nos produce dolor, la lengua española
proporciona frases que incluyen expresiones como Calvario o Gólgota,
Getsemaní, vía crucis y calle de la amargura.
Sólo
para la palabra cruz, el Diccionario común de las Academias de la lengua registra más de
cuarenta expresiones o locuciones.
El
rótulo latino de la cruz (Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum), reducido a las
iniciales inri –la madre de todas las siglas que vendrían a lo
largo de los siglos, en particular en estos siglos de siglas en que vivimos–,
campa en la difundida locución para más (o mayor) inri.
¿A
quién no le resultan familiares los nombres de Emaús, Pilatos, Verónica, Nicodemo o José de Arimatea?
Algunos
de los nombres que protagonizan los relatos bíblicos de estas celebraciones
pascuales se encuentran incluidos como nombres comunes en los diccionarios de
la lengua. Así, por ejemplo, herodes es un “hombre cruel con
los niños”, judas es un “hombre alevoso, traidor”, magdalena es
una “mujer penitente o arrepentida de sus pecados” y verónica se
emplea metafóricamente para un lance del toreo.
Conocer
la historia y la religión
Preocupan,
con razón, las carencias en la competencia lingüística de los jóvenes. No hace
falta que, de pascuas a ramos, nos lo recuerden los informes PISA u otros similares. Es posible, en cambio, que
nos cause menos desazón la ignorancia de las raíces y tradiciones de nuestra
cultura y civilización.
Pero
no se puede separar la lengua y la cultura; la civilización y el idioma que
le ha servido de cauce expresivo durante siglos. En los países occidentales de
tradición judeocristiana, no conocer los valores que han configurado su vivir
durante siglos se traduce en inhabilidad lingüística. Lo mismo ocurre con el
inmenso y rico mundo de las bellas artes (arquitectura, escultura, pintura,
música, literatura), que se torna opaco, en buena medida, cuando se desconocen
los referentes que venimos comentando.
¿Más
motivos para ponderar la importancia del conocimiento de la historia y de la
religión? Otro gallo catará, o cantaría, por emplear
una expresión más, tomada de las celebraciones de la Semana Santa, si se
atendieran mejor los contenidos (y no solo las destrezas y habilidades) en las
enseñanzas secundarias.