Artículo
de José Manuel Lucía Megías, Catedrático
de Filología Románica, Universidad Complutense de Madrid. Publicado en la
revista digital The Conversation
Miguel de Cervantes fue un desconocido para sus
contemporáneos, como la mayoría de los escritores de lo que conocemos como
Siglo de Oro –en realidad, los siglos XVI y XVII, en los que la Monarquía
Hispánica marcó el ritmo de su tiempo en la política, la economía, la ciencia y
el arte–.
Cervantes no contó con un discípulo que al año
siguiente de su muerte glosara de manera entusiasta su vida y su obra (como
Lope de Vega y Pérez de Montalbán). Ni tampoco con un académico italiano
que decidiera recordar los hechos gracias a un sobrino (como Quevedo y Pablo
Antonio de Tarsia). Hubo que esperar más de un siglo después de su muerte
para tener una primera biografía, la
de Gregorio Mayans y Siscar al inicio de la edición inglesa del Quijote,
publicada en Londres en 1738.
Y esos más de cien años que pasaron entre el
fallecimiento del escritor y el relato de Mayans y Siscar, escrito sin conocer
ningunos de los cientos de documentos de la época que han llegado hasta
nosotros, explican muchos de los tópicos que aún hoy perduran en nuestro
imaginario sobre la vida de Cervantes.
Si a esto le sumamos la visión romántica de los siglos
XVIII y XIX, que ha impuesto la imagen de un Cervantes heroico y ejemplar,
autor de la más grande obra literaria en lengua española, encabezada y casi
limitada al Quijote, tenemos los ingredientes necesarios para aderezar el
banquete de las ficciones alrededor de uno de los autores (y humanos) más
complejos e interesantes del Siglo de Oro.
Y sin duda, los cinco años en que estuvo cautivo en
Argel son
uno de los episodios que han dado lugar a más mitos. ¿Por qué razón? Antes
de adentrarnos en ellos –aprovechando el estreno de El cautivo, el
último filme de Alejandro Amenábar–, es necesario conocer un poco más el Argel
del siglo XVI, muy alejado de la imagen de la cárcel de alta seguridad que
muchos se imaginan.
Un
error habitual: confundir los corsarios con los piratas
Miguel de Cervantes estuvo cautivo (es decir, raptado
hasta que se pagara su rescate) en Argel un lustro. Con 28 años se embarcó en
Nápoles, en septiembre de 1575, y días después de hacerlo su nave fue capturada
por corsarios argelinos delante de las costas catalanas. Como tantos otros
miles y miles de cautivos por estos años, a partir de entonces su vida dependió
del dinero y de su capacidad de conseguirlo.
Cuando hablamos de corsarios argelinos tenemos que
olvidarnos de la imagen romántica del pirata, con su parche en un ojo, el loro
en el hombro o una pata de palo, que ha terminado por triunfar gracias a las
películas de Hollywood. Frente al pirata, cuya única ley es su deseo, el corso
es un sistema económico cuidado hasta en sus más pequeños detalles. Los
corsarios más famosos (y los que ahora nos interesan) son los argelinos.
El corso fue habitual en todo el Mediterráneo de la
época –incluso en las costas cristianas–. Se basaba en el secuestro de personas
por las que se pedía un rescate. En este sistema todo estaba reglamentado,
desde los porcentajes de las ganancias (una parte para el rey de Argel, otra
para el capitán, otras para los marineros, etc.) hasta el precio del rescate de
los raptados, que pasaban a ser cautivos.
Y ese rescate marcaba su futuro: el de los más pobres
(cautivos de almacén, que se ocupaban de las tareas necesarias para mantener
Argel, desde ser galeotes a jardineros, albañiles o criados) y el de los
“hombres graves”, por los que se pedían entre 300 y 500 escudos de oro, una
pequeña fortuna para la época. Los primeros eran tratados como esclavos por sus
amos; los segundos, como “objetos de lujo”, a los que había que preservar con
vida, pues el rescate era la ganancia.
Miguel de Cervantes y su hermano Rodrigo, ambos
soldados de los tercios italianos, consiguieron ser considerados “hombres
graves”. Su precio fue de 500 y 300 ducados respectivamente.
Argel
en el siglo XVI: una visión falsa en el tiempo
Para muchos, Argel, la ciudad en la que estuvo
Cervantes con otros miles de cautivos, es lo más parecido a una cárcel de alta
seguridad en el Mediterráneo.
Nada más lejos de la realidad. En el siglo XVI, Argel
era una de las ciudades más cosmopolitas de todo el Mediterráneo. Su gobierno
dependía de Estambul, siendo uno de los más codiciados por las cuantiosas
ganancias que podían conseguir sus gobernadores.
Era asimismo una de las urbes más pobladas y, sobre
todo, una de las más ricas, necesitada de productos de lujo y primera
supervivencia. A su puerto no solo llegaban los barcos de los corsarios
argelinos, sino también los de cientos de mercaderes de toda Europa y Estambul
para ofrecer sus productos y poder hacer negocio. El dinero de los rescates
terminaba siendo una fuente esencial para mantener la economía de la Europa
cristiana.
¿De dónde procede esa imagen negativa, carcelaria, de
sadismo de sus reyes y de atropello a los cristianos, que se ha convertido en
un mito de mármol a lo largo de los siglos?
La fuente fundamental para conocer el trato recibido
por los cristianos cautivos en Argel es la que conocemos como “literatura de
cautivos”. En ella sobresale la obra de Antonio de Sosa, compañero del
cautiverio de Miguel de Cervantes, Topografía e
historia general de Argel, publicada en 1612.
La finalidad de estas historias era conmover al lector
europeo para que ayudase con limosnas para la redención de los cautivos. Por
ello ofrecen un relato desgarrador de sus vidas en tierras argelinas, teniendo
que luchar contra dos grandes peligros: el reniego y la sodomía. Es decir, con
la posibilidad de participar de la vida social otomana, en la que un esclavo
podía llegar a convertirse en rey (así le sucedió a Hazán
Bajá el veneciano, rey de Argel desde 1577 a 1580), y en la que las
costumbres y posibilidades sexuales, en especial el amor entre hombres, podían
disfrutarse a la luz del día.
Es en este contexto de movilidad social, de libertad
sexual, de oportunidades económicas –siempre que uno renegara de la religión
católica–, en una de las ciudades más cosmopolitas del Mediterráneo, donde
hemos de situar los cinco años como cautivo de Miguel de Cervantes.
Cinco años en los que convivió con otra cultura, otra
religión, otras costumbres… Y en los que
demostró, una vez más, su capacidad para inventarse, para sobrevivir, para
convertir sus experiencias biográficas en una particular visión del mundo, que
luego supo plasmar en sus obras literarias, más allá y más acá del Quijote.
El Argel del cautiverio de Cervantes es un universo por
desentrañar y por descubrir. Y lo es más allá de los brochazos míticos que se
han impuesto en los últimos siglos, alentados por un mojigato siglo XIX y por
una dictadura franquista de corte nacional-católica.
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