Artículo
de Joan Tahull Fort, Profesor de
sociología de la educación, Universitat de Lleida. Publicado en la revista digital The Conversation.
En
las noches de verano, todavía se pueden encontrar escenas familiares en muchos
pueblos de España: vecinos mayores sacando sillas a la calle, charlando al
fresco mientras cae el sol y de noche. Una imagen que remite a tiempos más
comunitarios, de vínculos sociales más cercanos y humanos.
Sin
embargo, esta práctica, sencilla pero valiosa, se ha ido perdiendo en las
ciudades, donde el individualismo, las altas temperaturas y la falta de
espacios adaptados condenan a muchas personas mayores a vivir los meses de
verano en condiciones de soledad.
Mientras
en zonas rurales esta costumbre se mantiene –no sin desafíos, como ocurre
en Santa
Fe (Granada), donde la policía avisa de que puede ser ilegal–, en las
ciudades “tomar el fresco” es casi una reliquia. ¿Qué ocurre con quienes
envejecen en la ciudad?
Una sociedad urbana cada vez más
individualista
El
individualismo que caracteriza a las sociedades contemporáneas tiene un impacto
especialmente visible en el entorno urbano. Las ciudades, con su ritmo
acelerado y sus relaciones impersonales, generan una paradoja: millones de
personas viviendo juntas, pero muchas sintiéndose solas.
Para
las personas mayores, esta desconexión social puede afectar a su
bienestar. Según
datos del INE, más de dos millones de personas mayores de 65 años viven
solas en España, y la mayoría de ellas son mujeres. En las ciudades, la
combinación de viviendas reducidas, escasa vida vecinal y una movilidad
progresivamente limitada convierte la vejez en una etapa especialmente
vulnerable.
Una estación crítica para la salud y
la vida social
Las olas de calor recurrentes,
en ciudades como Madrid, Barcelona o Sevilla, no solo suponen un riesgo físico
(golpes de calor, deshidratación, empeoramiento de enfermedades crónicas…),
también limitan aún más las posibilidades de encuentro social. Salir a la calle
puede convertirse en una actividad peligrosa. Las aceras arden, los bancos
públicos no tienen sombra y muchos centros sociales cierran o reducen su
actividad. Las viviendas, muchas de ellas antiguas y sin sistemas de
ventilación o refrigeración adecuados, se convierten en hornos.
En
este contexto, la interacción social disminuye cuando más se necesita. Isabel,
de 83 años, lo explica así: “En invierno salgo a caminar al menos un poco, voy
al mercado, me cruzo con la gente. Pero en verano… si no me llama mi hija por
teléfono, puedo estar tres días sin hablar con nadie”.
Del fresco rural al calor urbano: una
pérdida cultural
La
tradición de “salir
al fresco” no es una simple costumbre, es una red social en sí misma. Esta
práctica no solo sirve para refrescarse, sino que cumple una función
comunitaria: informarse, escuchar, compartir, cuidar…
En
los pueblos, tomar el fresco es un espacio de relaciones intergeneracionales,
transmisión de saberes, compartir y construir una identidad colectiva. En las
ciudades, sin embargo, el entorno urbano ha desplazado esta costumbre. El
cemento, la ausencia de sombra y la circulación constante de vehículos hacen
inviable sacar una silla a la calle y conversar con los vecinos.
El
fresco urbano actualmente es con el aire acondicionado privado y el
aislamiento. Paradójicamente, cuando esta costumbre se mantiene, incluso en los
pueblos, puede entrar en conflicto con la regulación, como ocurre en la
localidad granadina de Santa Fe. La advertencia de la policía a los vecinos
puso de manifiesto cómo incluso las tradiciones más comunitarias pueden entrar
en conflicto con las normativas modernas.
Algunas soluciones
Frente
a este panorama, algunas iniciativas en las ciudades buscan reconectar a las
personas mayores con su entorno, especialmente en verano. Una de las más
relevantes es el proyecto global “Ciudades
Amigables con las Personas Mayores” de la Organización Mundial de la Salud
(OMS), del que forman parte varias ciudades españolas.
Barcelona,
por ejemplo, ha diseñado itinerarios seguros con sombra y bancos cada pocos
metros para fomentar el paseo incluso en verano. También ha puesto en marcha
campañas como “Radars”,
que conecta a personas mayores con sus vecinos y comercios para crear una red
informal de apoyo.
En Lleida, el
ayuntamiento ha habilitado “refugios
climáticos” –espacios públicos con temperatura controlada– especialmente
pensados para personas mayores, donde además se promueven actividades
culturales y de socialización.
Madrid ha
desarrollado el Plan
de actuación ante episodios de altas temperaturas (2025), dirigido a
personas vulnerables, incluyendo a personas mayores que se encuentran en
situación de soledad durante los meses de verano. Se organizan visitas a
domicilio o actividades en centros culturales con aire acondicionado y
transporte adaptado para quienes tienen movilidad reducida.
Algunos
pueblos como Almadén –4 900 habitantes–, en la provincia de Ciudad Real,
han organizado para estos días, al caer la tarde, unas sesiones de charlas
distendidas entre los vecinos y su regidora bajo el nombre “Ven a tomar el fresco con
la alcaldesa”. Se anima a los vecinos a llevar su propia butaca a los
diferentes emplazamientos del municipio donde conversarán.
Pero,
más allá de estas iniciativas, es urgente repensar cómo queremos vivir y
envejecer. Las soluciones deben ser urbanas, pero también sociales y
culturales. Recuperar prácticas como el “salir al fresco” no es mirar al pasado
con nostalgia, sino repensar el presente con sensatez.
La
soledad no deseada en las personas mayores no es una consecuencia inevitable
del envejecimiento, sino del tipo de sociedad y ciudades que estamos
construyendo. El verano, con su calor extremo y los cambios en las rutinas,
expone con más claridad estas deficiencias. Pero también puede ser una
oportunidad para actuar.
Habilitar
espacios de sombra, revitalizar plazas y calles como lugares de encuentro,
fomentar las relaciones vecinales y fortalecer las redes comunitarias son
condiciones necesarias para una ciudad más digna, habitable y equitativa.
Volver a tomar el fresco, en una versión urbana y adaptada al siglo XXI, podría ser una de las claves para combatir el aislamiento estival. Porque en el fondo, más que el calor, lo que más pesa es la ausencia de alguien con quien compartirlo.
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