En
muchos momentos y situaciones de nuestro recorrido vital nos preguntamos, si
aquello que repetidamente vamos realizando tiene alguna gozosa e importante
relevancia, a fin de continuar llevándola a cabo. Esta reflexión la realizamos,
especialmente, durante esos minutos desafortunados que nos sobrevienen sin
saber cómo o por qué. Nos preguntamos, una y otra vez, si “sirve para algo” aquello en lo que empleamos
tiempo, esfuerzo e ilusión. Son instantes, hay que repetirlo, no especialmente
positivos, en que los nublados del cielo y también las oscuridades del alma
parecen decirnos que nuestras acciones son banales, innecesarias, superfluas y
en modo alguno valiosas para la trascendencia.
Esta
difícil pregunta suele generarse con el desempeño diario de las distintas
profesiones. También, en la relación que establecemos con las personas de
nuestro entorno, en las situaciones más aciagas. Seamos jóvenes, adultos o
ancianos, fluyen en nuestras mentes esos interrogantes de ¿para qué? ¿por qué?
Nuestra
reflexión podría centrarse en miles de acciones que realizamos a diario. Pero
en este momento, en el que estamos ejerciendo la sugestiva tarea de escribir,
vamos a plantearnos: ¿realmente es importante la
labor que realiza el escritor? ¿Es significativo, útil o trascendente,
que dediquemos horas y minutos de los días, para comunicarnos con los lectores,
más o menos anónimos, que pueden acceder a los textos que escribimos, en las páginas
de una libreta, en el escritorio de un ordenador o en las hojas impresas de las
diversas publicaciones?
Cuando
nuestros textos llegan a los lectores, que generosamente leen los mensajes que
transmitimos, cabe preguntarse ¿tienen relevancia
para sus vidas? Parece evidente que el escritor o el escribidor ha de
tomar conciencia de su potencialidad creativa,
cuando redacta una historia u otro tipo de narrativa. Ha de elegir (y es
complicado hacerlo) la trama argumental. Seleccionar
de manera adecuada el espacio o lugares
donde se desarrolla la trama argumental. Son, lógicamente, fundamentales los personajes que intervienen en el proceso
temático o “el guion”, con sus correspondientes caracteres y temperamentos, sin
olvidar el aspecto físico que los representa. El
autor habla por ellos y decide por ellos. También determina las influencias, positivas o no, del azar o el destino,
en el relato que está narrando. Pero, por encima de todo este poderío, es el
máximo juez para determinar el fin (que
siempre será un nuevo principio) las consecuencias
de la historia, que puede dejar (otra de las opciones) “abierta”, para
que sea el paciente e inteligente lector quien adivine o conforme un final
feliz o un terminar inmerso en la tragedia. Vamos comprobando que todo ello
supone detentar un gran poder que, por respeto al interesado lector, ha de
saber bien utilizar.
Los recursos del escritor son más poderosos de lo que puede pensarse. Pero ese poderío ha de saber aplicarlo y modularlo. Sobre todo, ha de aplicar una norma ética imprescindible: aportar, a través de lo que narre, unos valores enriquecedores para la persona que lea sus textos. El lector ha de sentirse siempre gratificado por esos valores, en forma de reflexiones, motivaciones, recursos y soluciones argumentales que nos enriquecen, sin olvidar la distracción necesaria que necesita ese amigo lector que pone su confianza en quien le transmite sus escritos. Debe intentar, en lo posible, que ese paciente interlocutor “empatice” con los personajes, alegrándose, sufriendo, viajando, respondiendo, imaginando, comprendiendo, apasionándose, reflexionando, desde la atalaya íntima y poderosa de su legítima privacidad.
Pero
¿quién es el escritor? ¿cuál es su función? Puede ser el amigo, el confidente, el
hermano, que nos habla y nos transmite acerca de los latidos de muchas vidas, a
través de las historias que ha sabido y querido transmitir. Ese gesto
terapéutico y solidario es ejercido con grandeza y humildad, generosidad y amistad.
Desde luego, cada persona, según sea su actual problemática, recibe esos
mensajes de una forma desigual. Un escritor no puede escribir intencionalmente
para todos los que leen sus páginas, aunque lo intente. Pero el punto de
partida debe ser la lúcida comunicación de que otro mundo es posible y que todo
o casi todo puede ser mejorable, aplicando una básica, inteligente y esforzada
voluntad. El aprendizaje del lector es inexcusablemente vitalicio. En
consecuencia, es grande, poderosa, casi “divinal” la capacidad del escritor,
contador o narrador de ese otro mundo, de esas otras naturalezas, ficticias o
reales, que rodean la grandeza o miseria entrañable de nuestro microcosmos. -
José
L. Casado Toro
Abril
2025
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