Cuento popular japonés
Había una vez un viejo carbonero que vivía con su esposa, que era
también viejísima. El viejo se llamaba Yoshiba y su esposa Fumi. Los dos vivían
en la isla sagrada de Mija Jivora, donde nadie tenía derecho a morir. Cuando
una persona enfermaba la mandaban a la isla vecina, y si por casualidad moría
alguien sin síntomas, enviaban el cadáver a toda prisa a la otra ribera.
La isla, la más pequeña del Japón, es también la más hermosa. Está
cubierta de pinos y sauces, y en el centro se alza un hermoso y solemne templo,
cuya puerta parece que se adentra en el mar. El mar es azul y transparente, y
el aire es nítido y diáfano.
Los dos ancianos eran admirados por el resto de la aldea, debido a
su resignación y persistencia a la hora de aceptar y superar los avatares de la
vida, y al amor mutuo que se habían profesado durante más de cincuenta años.
El suyo, como tantos otros en Japón, había sido un matrimonio
concertado por sus padres. Fumi no había visto nunca a Yoshiba antes de la
boda, y éste sólo la había entrevisto un par de veces a través de las cortinas,
y se había quedado admirado por su rostro ovalado, la gentileza de su figura y
la dulzura de su mirada. Desde el día del casamiento, la admiración y adoración
fue mutua. Ambos disfrutaron de la alegría de su enlace que se multiplicó con
creces con tres hermosos y fuertes hijos, pero ambos también se vieron
sacudidos por la tristeza de perder a sus tres hijos, una noche de tormenta en
el mar.
Aunque disimulaban ante sus vecinos, cuando estaban solos lloraban
abrazados y secaban sus lágrimas en las mangas de sus kimonos. En el lugar
central de la casa, construyeron un altar en memoria de los hijos y cada noche
llevaban ofrendas y rezaban ante él. Pero últimamente una nueva preocupación
había devuelto la congoja a sus corazones. Ambos eran mayores y sabían que ya
no les quedaba mucho tiempo. Yoshiba se había convertido en las manos de su
esposa y Fumi en sus ojos y sus pies, y no sabían cómo podrían superar la
muerte de uno de ellos. ¡Oh, si tuviésemos una larga vida por delante!
Una tarde, Yoshiba sintió la necesidad de volver a ver el lugar
donde había trabajado durante más de cincuenta años. Pero al llegar al claro
del bosque, y observar los árboles, tan conocidos, se dio cuenta de que había
algo nuevo. Tantos años trabajando allí, y nunca se había fijado en que debajo
del árbol mayor había un manantial de agua clara y cristalina, que al caer
parecía cantar, y su crujido, como el de hojas de papel arrugadas, se mezclaba
con el murmullo de las hojas al ser movidas por el susurro de la brisa al
atardecer. Yoshiba sintió una terrible sed y se acercó a la fuente. Cogió un
poco de agua y bebió. Al rozar sus labios, sintió la necesidad de beber más,
pero al ir a cogerla observó su reflejo en el agua y vio que habían
desaparecido las arrugas de su rostro, su pelo era otra vez una hermosa y negra
cabellera, y su cuerpo parecía más vigoroso y fortalecido. El agua tenía un
poder misterioso que lo había hecho rejuvenecer.
Entonces sintió la necesidad de ir corriendo a decírselo a su
esposa. Cuando Fumi lo vio llegar no reconoció a aquel mozo que de pronto se
acercaba a la casa, pero al estar junto a él observó sus ojos y lo reconoció.
Cayó desmayada al recordar sus años de juventud, pero Yoshiba la levantó y le
contó lo que había ocurrido en el bosque. Decidió que ella fuese por la mañana,
porque ya era de noche y no deseaba que se perdiera.
A la mañana siguiente Fumi se fue al bosque. Yoshiba calculó dos
horas, porque aunque a la ida tardaría más por su edad y la falta de fuerza, a
la vuelta llegaría enseguida porque habría recuperado su juventud. Pero pasaron
dos horas, y tres, y cuatro, y hasta cinco, por lo que Yoshiba empezó a
preocuparse y decidió ir él mismo al bosque a buscar a su esposa. Cuando llegó
al claro, vio la fuente, pero no encontró a nadie. Entre el murmullo de las
hojas y el crujido del agua oyó un leve sonido, como el que hace cualquier cría
de animal cuando está solo. Se acercó a unas zarzas, las apartó, y encontró una
pequeña criatura que le tendía los brazos. Al cogerla, reconoció la mirada. Era
Fumi, que en su ansia de juventud había bebido demasiada agua, llegando así
hasta su primera infancia.
Yoshiba la ató a su espalda y se dirigió hacia casa. A partir de
entonces, tendría que ser el padre de la que había sido la compañera de su
vida.
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