El
interior de la cabeza de Ángela no solo estaba dividida en dos hemisferios,
sino en dos mundos, la mitad más ingobernable era su universo de fantasía.
Una
cajera de supermercado con una imaginación desbordante que salía a la luz en
cualquier momento. Ella la llamaba su hora bruja y se disparaba sin obedecer a las
manecillas del reloj. Tampoco sucedía siempre con los mismos objetos.
Ese resorte se activaba al deslizar cualquier
producto por la cinta transportadora de la caja. Lo miraba fijamente y sin
saber cómo ni por qué empezaba a fantasear con él.
Cuando
notaba la proximidad de esa invasión fantástica miraba hacia otro lado para
desviar los ojos del detonante o sonreía a quien tuviera enfrente con el
propósito de no caer en la tentación. Aunque una vez que sus pupilas lo habían
fijado como en una fotografía ya no había vuelta atrás. Entraba en una especie
de trance: permanecía con la vista perdida en un horizonte imaginario; quieta y
callada mientras la cinta acumulaba uno tras otro los productos de cualquier
compra sin pasar por el escáner. Algunos clientes le hablaban esperando su
reacción y otros embolsaban sus artículos y salían rápidamente hasta escuchar las
alarmas.
Esta
vez había sido media docena de plátanos que la llevaron hasta Canarias: a sus
playas idílicas y a pasear por la arena oscura con el Teide como paisaje de
fondo. No llegó a comerse aquellas papas arrugás con mojo ya servidas sobre
la mesa de un restaurante. El encargado la zarandeó por el hombro y la hizo
reaccionar. Debían mantener un ritmo de trabajo rápido exigido por el protocolo
de control de ventas y si se incumplía
varias veces podía ser motivo de despido. Era su tercer parón injustificado de esa
mañana de sábado con el establecimiento lleno a rebosar.
Su
número fatídico parecía ser el tres. Tres semanas en tres trabajos diferentes
en los cuales, a los tres días, no superaba la prueba y al cuarto debía buscar otro
empleo.
Pensó
en una ocupación cuyos elementos no la distrajeran, quizá una nave de paquetería
donde todo llegara envuelto y si no veía el contenido podría controlar su
problema. Y encontró un puesto en el Almacén de Logística y Distribución de Amazon.
Allí había cámaras para vigilar el rendimiento del personal.
Pasó
dos días monótonos pero con la imaginación a raya. Al tercero, poco antes de
terminar la jornada, muchos y variados paquetes descendían en fila por la cinta.
Su cabeza giró de inmediato como un
periscopio hacia una pequeña caja de aspecto tan normal como las demás.
Las
cámaras estaban grabando a Ángela cuando sacudía, olía y miraba la caja como si
tuviera rayos X en los ojos mientras las demás caían al suelo en cascada. Al intentar
abrirla sonó una estridente sirena y de inmediato apareció un guarda de
seguridad que se la quitó de las manos. Ella lo miró y sin mediar una palabra
se fue derecha al Departamento de Recursos Humanos.
Esperanza Liñán Gálvez
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