Ahora que se
renombra lo que ya existe para darle un barniz novedoso, todos los géneros literarios
adoptan, con un ligero cambio lingüístico, otra imagen diferente aunque en el
fondo mantienen su contenido.
A mí me gustaría
recordar a un gran olvidado cuyo nombre permanece intacto: el género epistolar.
Cuando empecé a adentrarme en la escritura desconocía que esa comunicación a
través de cartas manuscritas personales, viajeras por el mundo con mensajes y noticias
entre familias, amigos o enamorados, eran tan importantes como para tener su
propio género literario. Uno tan bien merecido como importante, antes y ahora. En
mi memoria, una delicia de libro como ejemplo de este género: 84, Charing
Cross Road de Helene Hanff. Esta novela contiene un relato verídico de unas
páginas de la historia que no deberíamos olvidar.
La inmediatez no
pertenece al género epistolar. Las cartas nos inoculan la certeza de una duda
ante su respuesta, llegando incluso a desear esa duda. Su incertidumbre se
convierte en una espera llena de expectativas. La extensión y frecuencia siempre dependen de
factores personales, cada cual a su ritmo. Las palabras cobran forma al
escribirlas mientras nuestra mente la ocupa el remitente de esa misiva.
Intentamos expresar nuestros anhelos y vivencias para ser bien comprendidos.
Otros adornan sus verdades, allá cada uno con su conciencia. Procuramos no
herir cuando debemos dar malas noticias. También de adivinar la sonrisa que
provocarán esas letras bien hilvanadas de la última frase, previas a la
despedida: la intriga de insinuar sin desvelar para no romper la magia del
próximo envío. Sin olvidar la P.D. considerada el arte de los sibaritas del
género.
Tiempo atrás la figura del cartero era tan esperada
como la mejor de las visitas. Más adelante esas cartas eran recogidas con manos
ávidas de los buzones, poniéndolas siempre delante de las de bancos o
publicidad. En nuestros días son casi una especie en extinción. Gracias a ellas
tenemos un conocimiento más profundo de la biografía de personajes y escritores
famosos, que mantenían una estrecha correspondencia entre ellos o con amigos y
amantes: Vicente Alexandre, García Lorca, Emilia Pardo Bazán, Simone de
Beauvior, un epistolario inédito de Buero Vallejo, y de muchos otros no tan
conocidos. Esa correspondencia no es solo el recuerdo de sus vidas, sino de un
tiempo pretérito tan sufrido como vivido pero ausente en los libros de texto.
También nos
contaban las experiencias, en primera persona, de seres anónimos que completan
la piel de la memoria histórica. Muchas se quemaron o extraviaron para
preservar su intimidad, pero quienes las recopilaron y tuvieron la valentía de
publicarlas deseaban que, esos pensamientos hechos palabras de sus momentos más
íntimos, no fueran sepultados en el olvido.
Este género tan
singular como epistolar se merece un reconocimiento especial por enriquecer la
literatura con su escritura, normalmente manuscrita, personal e intransferible,
aunque gracias a anticuarios y editores busca tesoros, al alcance de cualquier
lector.
Esperanza
Liñán Gálvez

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