En este año 2020, que será difícil de olvidar en los
archivos de la memoria, recorremos una fase cronológica en nuestras vidas
condicionada por un universal ataque vírico que, de una u otra forma, está
condicionando y transformando hábitos y consolidadas tradiciones, con el drama
sin solución de la pérdida de más de un millón de vidas, cifras actualizadas a mediados
de Octubre. El desconcierto y angustia social que ello produce sólo tiene como
arma defensiva, en este momento, aplicar el valor de la prudencia y la
racionalidad en el comportamiento, tanto individual como colectivo. Los
laboratorios aún no pueden ofrecernos, contra la difusión vírica, la paliativa
y ansiada terapéutica que pueda frenarla y vencerla.
En la tensa y larga espera a la que estamos sometidos, cada uno de nosotros arbitra medios o recursos que pueden hacer más llevadera esa “inamistosa” y sufriente convivencia con un enemigo invisible y cruel. Una de las posibles compensaciones para ese aturdimiento o enfado, más o menos controlado, que nos alberga, podría ser la búsqueda de aquellos espacios que ayudan a recuperar el sosiego y la tranquilidad de un ánimo ciertamente “vapuleado” o trastornado. Todo esfuerzo es insuficiente para recuperar las sonrisas y los mejores semblantes, en esos rostros que tan difícilmente disimulan su desconcierto y cansancio.
Es obvio que hay espacios en nuestras ciudades que generan inputs positivos, cuando se tiene el acierto o la oportunidad de visitarlos. Resulta fuera de toda duda que cuando recorremos los entornos de la naturaleza nuestra fortaleza anímica se recupera de una manera asombrosa y estimulante. Pero también hallamos en el ámbito territorial urbano zonas o lugares con encanto, que nos hacen sentirnos mejor. Y entre ellos ocupan un lugar preferente las zonas de recreo y juegos para niños, habilitadas por los Ayuntamientos en parques, jardines, plazas públicas y lugares diversos del perímetro municipal.
En este tiempo ya tan pretérito, había niños de las clases “bien” en lo sociológico, que podían tener acceso a centros deportivos o recreativos, pertenecientes en general a la titularidad privada. Algunos municipios tenían su polideportivo público, pero el acceso a los mismos no siempre era fácil para todos, por las cuotas o entradas a pagar o por no estar vinculados a equipos deportivos que eran los únicos que podían tener derecho a su uso. Por tanto los lugares más comunes utilizados para el juego, por los niños de esas décadas históricas, eran las propias calles ciudadanas más próximas a sus respectivos domicilios. Preferentemente se utilizaban las de uso peatonal, a fin de evitar los peligros derivados del tráfico viario de los vehículos. El suelo enladrillado, el albero lleno de polvo o con charcos de agua, eran los “campos” de fútbol. Se usaban como porterías las entradas de las viviendas o incluso los árboles (si los hubiere) que formaban el marco (sin redes) donde estaba el guardameta para detener los balones. La dinámica de los juegos generaban cristales rotos de ventanas y también en algunas farolas, por los impactos de las pelotas de goma (en ocasiones sustituidas por tacos de madera o simples chapas de latón, de las utilizadas para cerrar los botellines de cerveza o bebidas refrescantes).
Los críos se divertían también con los patines de cuatro ruedas atados a los pies, las patinetas, el juego del pilla a pilla, policías y ladrones o el salto de la comba, aprovechando las tardes, después del colegio, además de los veranos y demás vacaciones anuales. Todo ello en un contexto de gran animación, con risas, gritos y carreras, generando una acústica de intenso vitalismo.
Pero llegaron tiempos más próximos en el calendario, con el dominio universal de la informática y esas largas horas de los niños “sentados” delante del televisor, el ordenador, el tablet e incluso el móvil telefónico. Por fortuna, los más pequeños de las casas y sus familias disponen hoy de los parques y zonas infantiles para el juego, gran acierto municipal. Nada más acercarnos a ellos se nos cambia la expresión del rostro, apareciendo en nuestras facies la sonrisa, el optimismo y un mejor talante, no exento de comprensible nostalgia. Esas zonas para el juego de los niños son espacios acotados en puntos muy diversos de las ciudades, como los parques y otras zonas ajardinadas o incluso en algunos terrenos baldíos o infrautilizados. El suelo ya no ofrece peligro para las caídas de los pequeños en sus juegos, pues se halla cubierto con una gruesa capa de caucho triturado teñido de colores, semejando una mullida y resistente moqueta, para la seguridad de los que por encima corren, juegan y saltan.
En cuanto al mobiliario lúdico-urbano, no faltan los columpios, los balancines individuales, los toboganes, las grandes casitas construidas básicamente de madera pulida y elementos no cortantes, con zonas para el sencillo ejercicio físico de los pequeños. Hay también asientos para los padres, que pacientemente esperan y vigilan. No falta tampoco el/la amable vendedor de las chuches, los caramelos, las pipas de girasol, los helados, los “gusanitos” o los paquetitos con comida (arveja, alpiste…) para las palomas. En ocasiones vemos incluso una pequeña fuentecilla en donde los niños pueden beber y “jugar” con los motivadores y acústicos chorros del agua.
Estos divertidos metros cuadrados para el divertimento son visitados por los niños pequeños, sus padres y familiares que los acompañan y algunos mayores jubilados. En ocasiones aparecen los dibujantes de las caras y las caricaturas, con el fin de conseguir algunas monedas por su trabajo. Ah… se nos olvidaba citar los trinos y cantos de las aves, palomas y otras especies, que revolotean confiadas gratificando el paisaje.
Son muchas las personas, de cualquier edad y convicción, aquéllos que en los momentos de mayor desánimo, desesperanza, apatía, desgana o aturdimiento, dan ese largo o corto paseo, que les hace llegar a estos jardines habilitados para los juegos infantiles. Allí pueden encontrar a todos esos niños que juegan con sana inocencia, transmitiendo alegría, vitalismo, sencillez, simpatía, placer, sana despreocupación, sosiego y tranquilidad. Compartir los minutos de ocio con esos positivos protagonistas, es una inteligente y saludable terapia, pues estos lúdicos espacios dinamizan muchos de los valores que tanto necesitamos, en estas infértiles horas de confusión y renuncia. En este tiempo tan difícil y confuso, impuesto contra nuestras voluntades, podemos compensar no pocas carencias, incertidumbres y el sosiego ausente, en estos agradables parajes donde reina la alegría, las sonrisas y las inocentes respuestas infantiles.-
José
L. Casado Toro
Octubre
2020
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