Conocí a la tía Lola 4 años antes de mi boda con Remedios.
La tía Lola había nacido en 1863. Cuando yo la conocí,
rondaba los 80 años y era una mujer educada, pero de carácter, y con cierto
genio. Vivía de las rentas que le producían unos olivares en Mágina, y una
pequeña paga de viudedad por su difunto marido. Como solo eran las dos (Remedios
y ella), vivían con cierto desahogo. Conmigo siempre tuvo un trato exquisito, y
a los niños que tuvimos, los quiso muchísimo. Remedios era una hija para ella. La
tía Lola se había quedado viuda de
Medardo, que trabajaba en la Notaría de Magina, y había perdido al único hijo,
Ricardo, con 22 años, por tuberculosis; una enfermedad de escaso tratamiento en
la España rural de principios del siglo XX.
La madre de Remedios, Trinidad vivía en una aldea cercana a
Mágina. Era sobrina de la tía Lola y
tenía muy buena relación con ella, aparte de ser familia. La tita Lola tenía
una finca de olivos cerca de la vivienda de su sobrina, a la que visitaba a
menudo. Al quedarse sola en Magina, en el verano de 1930, habló con los padres
de Remedios para que le dejaran a la niña una temporada para tener compañía; al
fin y al cabo, ellos tenían otra hija y dos hijos. No pusieron objeción, y con
apenas siete años, al principio del verano, se fue a pasar una temporada a Magina...
Sin embargo, se quedó con ella toda la vida. Vivían en la calle Marques de la
Cerrada (calle del Amo), una calle en
cuesta, a unos pocos metros de la plaza de la Tejera (llamada así por un tejar
que había junto a un arroyo que se cubrió para hacer la plaza). Esta zona tenía
mucha vida: era la primera plaza que encontrabas al llegar al pueblo; en ella se
disponía un pequeño mercado de abastos, y, poco después, se instaló un surtidor
de gasolina para atender la creciente demanda de vehículos del pueblo; también
había una fuente pública con cuatro caños de agua corriente (de la que se
suministraban algunas casas que no disponían de ese servicio), una herrería y
otros negocios. También era donde tenía
la salida y llegada el destartalado autobús que cada día iba a Úbeda.
La casa de la Tía
Lola tenía una estrecha fachada de unos 4 metros, y un fondo de 10 m., y estaba
distribuida en una planta sótano, que se utilizaba para almacenar en orzas con
aceite los víveres procedentes de la matanza, así como conservas, aceite, etc.,
también, al empezar las escaleras de bajada, había un retrete de agujero, que
se suprimió en una importante reforma que hicimos años después. La planta de
entrada tenía una amplia cocina y un pequeño salón, más un aseo; la primera
planta con dos dormitorios, y la segunda con un dormitorio y una cámara con
ventilación para colgar embutidos, melones, pimientos…, y una escalerilla para
subir a un espacio destinado a gallinero, de donde se recogían huevos que
ponían las gallinas para el consumo de la casa. Cuando años después hicimos la
reforma de la casa, se suprimió el gallinero, realizando una terraza y zona de
tendedero, así como un baño completo en los dormitorios de arriba. En la planta
de entrada, se modificó el espacio grande de la cocina para hacer una cocina
más pequeña y una salita, donde solíamos hacer la vida, y en la planta sótano
se habilitó un pequeño aseo con váter y lavabo, y dos pequeñas “camarillas”
para guardar víveres, más una habitación algo más amplia, que mi hijo Pedro
“decoró” con fotos, cuadros, y cachivaches varios: la llamaba “su museo”, pero
también puso luces de colores y hacía guateques con sus primos; para esto usaba el tocadiscos “Cosmos” de
maleta que le habíamos regalado a su hermana Lolita por sus buenas notas.
En aquellos años, había muy buena relación con los vecinos
de la calle; además de mi hermana Mercedes, había otra pareja de “medio
familia” en la calle: eran Paco Ortiz y su mujer, la “Chacha Félix”. No
tuvieron hijos, y los nuestros eran para ellos como de su familia. El marido
(“Paco Ortiz”, le llamaba ella), tenía la funeraria del pueblo en un local frente
a nuestra casa; ahí tenía los ataúdes en exposición para cuando se los
demandaran, venderlos; todos menos uno: cuando empezó el negocio, le llegó uno
de buena madera y muy bien terminado, que decidió que sería en el que lo
enterraran. Mientras llegaba ese momento final, en los calurosos días del
verano, dormía la siesta en él (“para acostumbrarse”, decía). Ellos vivían en
la planta superior, y ahí instalaron uno de los primeros frigoríficos
eléctricos Westinghouse que llegaron a Magina. Era a finales de los años 50,
entonces nosotros teníamos como nevera un mueble de obra en el que se ponían
barras de hielo para refrescar y mantener los alimentos. Pero el eléctrico que
tenían ellos disponía una función que encantaba a los niños: en algunas de las
bandejas para hacer cubitos de hielo del congelador, la Chacha Félix, en vez de
agua, ponía leche azucarada y un palillo de dientes, para conseguir pequeños
polos que hacían las delicias de los niños. Al caer las tórridas noches de
verano, los vecinos sacaban unas sillas a las puertas de las casas y se formaba
una tertulia de amigos; ahí llegaba la Chacha Félix con sus “polos” y hacía
felices a las criaturas. También, en la calle, vivían gente de nuestra edad:
los Vela, Navarrete, Bulnes... A su vez, éramos vecinos de varios negocios:
había dos peluquerías: la de Aurora, de señoras, y la del maestro Bayona, de
caballeros; y al principio de la calle, haciendo esquina con la Tejera, el Bar
de Sola (el favorito nuestro) y la tienda de Galera (donde los niños compraban los
discos de música). Cuando nos casamos, decidimos vivir allí. Al poco de
aquello, la tía Lola tuvo una caída y se rompió la cadera; nunca se recuperó
del todo, y desde entonces andaba apoyándose en muletas. Dije antes que, aunque
era cariñosa, tenía cierto genio: las desgracias familiares del marido y el
hijo, así como los duros años de la guerra y la posguerra, le habían endurecido
el carácter. Era muy austera, comía muy poco, y no probaba la sal (a veces Remedios
ponía algo de sal en la comida, y ella se quejaba: ¡salado! decía, dando un golpe en la mesa).
Quizás ambas cosas tuvieran mucho que ver para que viviera
hasta los 104 años. Falleció en 1967.
Pedro
J. Tíscar Marín
Noviembre
de 2020
Bonita historia, compi 👏🏼
ResponderEliminar