28 noviembre 2020

LA TÍA LOLA

 

Conocí a la tía Lola 4 años antes de mi boda con Remedios.

La tía Lola había nacido en 1863. Cuando yo la conocí, rondaba los 80 años y era una mujer educada, pero de carácter, y con cierto genio. Vivía de las rentas que le producían unos olivares en Mágina, y una pequeña paga de viudedad por su difunto marido. Como solo eran las dos (Remedios y ella), vivían con cierto desahogo. Conmigo siempre tuvo un trato exquisito, y a los niños que tuvimos, los quiso muchísimo. Remedios era una hija para ella. La tía Lola se  había quedado viuda de Medardo, que trabajaba en la Notaría de Magina, y había perdido al único hijo, Ricardo, con 22 años, por tuberculosis; una enfermedad de escaso tratamiento en la España rural de principios del siglo XX.

La madre de Remedios, Trinidad vivía en una aldea cercana a Mágina.  Era sobrina de la tía Lola y tenía muy buena relación con ella, aparte de ser familia. La tita Lola tenía una finca de olivos cerca de la vivienda de su sobrina, a la que visitaba a menudo. Al quedarse sola en Magina, en el verano de 1930, habló con los padres de Remedios para que le dejaran a la niña una temporada para tener compañía; al fin y al cabo, ellos tenían otra hija y dos hijos. No pusieron objeción, y con apenas siete años, al principio del verano, se fue a pasar una temporada a Magina... Sin embargo, se quedó con ella toda la vida. Vivían en la calle Marques de la Cerrada (calle del Amo), una calle en cuesta, a unos pocos metros de la plaza de la Tejera (llamada así por un tejar que había junto a un arroyo que se cubrió para hacer la plaza). Esta zona tenía mucha vida: era la primera plaza que encontrabas al llegar al pueblo; en ella se disponía un pequeño mercado de abastos, y, poco después, se instaló un surtidor de gasolina para atender la creciente demanda de vehículos del pueblo; también había una fuente pública con cuatro caños de agua corriente (de la que se suministraban algunas casas que no disponían de ese servicio), una herrería y otros negocios.  También era donde tenía la salida y llegada el destartalado autobús que cada día iba a Úbeda.

 La casa de la Tía Lola tenía una estrecha fachada de unos 4 metros, y un fondo de 10 m., y estaba distribuida en una planta sótano, que se utilizaba para almacenar en orzas con aceite los víveres procedentes de la matanza, así como conservas, aceite, etc., también, al empezar las escaleras de bajada, había un retrete de agujero, que se suprimió en una importante reforma que hicimos años después. La planta de entrada tenía una amplia cocina y un pequeño salón, más un aseo; la primera planta con dos dormitorios, y la segunda con un dormitorio y una cámara con ventilación para colgar embutidos, melones, pimientos…, y una escalerilla para subir a un espacio destinado a gallinero, de donde se recogían huevos que ponían las gallinas para el consumo de la casa. Cuando años después hicimos la reforma de la casa, se suprimió el gallinero, realizando una terraza y zona de tendedero, así como un baño completo en los dormitorios de arriba. En la planta de entrada, se modificó el espacio grande de la cocina para hacer una cocina más pequeña y una salita, donde solíamos hacer la vida, y en la planta sótano se habilitó un pequeño aseo con váter y lavabo, y dos pequeñas “camarillas” para guardar víveres, más una habitación algo más amplia, que mi hijo Pedro “decoró” con fotos, cuadros, y cachivaches varios: la llamaba “su museo”, pero también puso luces de colores y hacía guateques con sus primos;  para esto usaba el tocadiscos “Cosmos” de maleta que le habíamos regalado a su hermana Lolita por sus buenas notas.

En aquellos años, había muy buena relación con los vecinos de la calle; además de mi hermana Mercedes, había otra pareja de “medio familia” en la calle: eran Paco Ortiz y su mujer, la “Chacha Félix”. No tuvieron hijos, y los nuestros eran para ellos como de su familia. El marido (“Paco Ortiz”, le llamaba ella), tenía la funeraria del pueblo en un local frente a nuestra casa; ahí tenía los ataúdes en exposición para cuando se los demandaran, venderlos; todos menos uno: cuando empezó el negocio, le llegó uno de buena madera y muy bien terminado, que decidió que sería en el que lo enterraran. Mientras llegaba ese momento final, en los calurosos días del verano, dormía la siesta en él (“para acostumbrarse”, decía). Ellos vivían en la planta superior, y ahí instalaron uno de los primeros frigoríficos eléctricos Westinghouse que llegaron a Magina. Era a finales de los años 50, entonces nosotros teníamos como nevera un mueble de obra en el que se ponían barras de hielo para refrescar y mantener los alimentos. Pero el eléctrico que tenían ellos disponía una función que encantaba a los niños: en algunas de las bandejas para hacer cubitos de hielo del congelador, la Chacha Félix, en vez de agua, ponía leche azucarada y un palillo de dientes, para conseguir pequeños polos que hacían las delicias de los niños. Al caer las tórridas noches de verano, los vecinos sacaban unas sillas a las puertas de las casas y se formaba una tertulia de amigos; ahí llegaba la Chacha Félix con sus “polos” y hacía felices a las criaturas. También, en la calle, vivían gente de nuestra edad: los Vela, Navarrete, Bulnes... A su vez, éramos vecinos de varios negocios: había dos peluquerías: la de Aurora, de señoras, y la del maestro Bayona, de caballeros; y al principio de la calle, haciendo esquina con la Tejera, el Bar de Sola (el favorito nuestro) y la tienda de Galera (donde los niños compraban los discos de música). Cuando nos casamos, decidimos vivir allí. Al poco de aquello, la tía Lola tuvo una caída y se rompió la cadera; nunca se recuperó del todo, y desde entonces andaba apoyándose en muletas. Dije antes que, aunque era cariñosa, tenía cierto genio: las desgracias familiares del marido y el hijo, así como los duros años de la guerra y la posguerra, le habían endurecido el carácter. Era muy austera, comía muy poco, y no probaba la sal (a veces Remedios ponía algo de sal en la comida, y ella se quejaba: ¡salado! decía, dando un golpe en la mesa).

Quizás ambas cosas tuvieran mucho que ver para que viviera hasta los 104 años. Falleció en 1967.

 

 

Pedro J. Tíscar Marín

Noviembre de 2020


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