26 noviembre 2020

RECOPILACIÓN DE TRABAJOS DEL "CONCURSO DE RELATOS", 2011

 Con motivo del nuevo concurso de relatos que estamos preparando, en esta sección se irán colocando algunos de los relatos que participaron en la edición de 2011.


RELATO A CONCURSO N.º 009 - VERANO DEL OCHENTA Y DOS.

Nerea no podía afirmar que la invitación de Irene fuera un simple gesto de generosidad, o por el contrario provenía de un deseo claro de evidenciar que ella era una “niña rica” y de que conociera el mundo en el que se movía, la finca en la que veraneaba, la “gente guapa” de la que estaba rodeada, y las fiestas y los “saraos” que su clase social llevaba a cabo.

Ignorando sus verdaderos motivos, y aún admitiendo que estuvieran mezclados, no dejaba de reconocer y de agradecer la oferta de vacaciones que su amiga le había propuesto. Quince días en un lugar privilegiado de la costa marbellí, en una magnífica casa al borde del mar lindando con una hermosa playa semi-privada, o al menos de difícil acceso para el común de los mortales. El cuidado y amplio jardín, la enorme piscina casi olímpica para sus ojos, y en un lado, y oculta a través de una hilera de tupidos árboles, la pista de tenis. Todo este panorama se ofrecía a su mirada sorprendida y un tanto asustada ante el temor de no saber desenvolverse en un mundo tan alejado, incluso vedado hasta aquel momento para ella.

Las dos jóvenes se habían conocido cursando estudios en la misma Facultad. Nerea a través de una beca que no podía permitirse el lujo de perder, y que le obligaba a dedicar todo su tiempo y su esfuerzo a esa tarea, aunque se sabía dotada para superarla.

Irene, a su vez, sorprendentemente, ponía todo su empeño en aprobar las asignaturas, se tomaba muy en serio su carrera, y únicamente recurría a los magníficos apuntes que elaboraba su amiga, como una ayuda que ella le brindaba. Era una estudiante responsable y en ese ámbito no ejercía para nada su papel de “niña rica”.

La familia Aguirrezabala la había acogido cordialmente y con sorprendente naturalidad. Nerea imaginaba que sabían, a través de su hija, su condición social –su padre un modesto encargado de obra y su madre ama de casa-, ya que ella nunca la había ocultado.

En aquella primera cena familiar le presentaron a todos sus miembros. Y no pudo dejar de sorprenderse ante la “calidad física” que derrochaban. Muchas generaciones de buena cuna y mejor crianza quedaban patentes. El padre, de rostro jovial y atezado, parecía un maduro galán de cine; la madre, esbelta y juvenil representaba ser la hermana mayor de sus hijos –Nerea creyó percibir algún retoque plástico en su tersa piel, pero no podía afirmarlo-; Álvaro, el primogénito, alto, guapo y deportista se comportó con ella de forma galante y simpática, “tu amiga además de talento tiene belleza, ¿verdad Nené?” y el benjamín, Rodrigo, un chaval rubio de hermosos ojos azules, le estampó dos sonoros besos y le regaló una amplia sonrisa. De Irene siempre le había admirado el “estilo” que imprimía a cualquier prenda que llevara encima, aquella melena de mechas naturales en la que se mezclaban distintos tonos dorados, y los verdes ojos de un mirar profundo y a veces enigmático. No desentonaba con el resto de su familia.

El comedor de verano se asomaba a un sereno y brillante mediterráneo plateado por una redonda luna llena. El mobiliario, la decoración, la mesa, la vajilla, los alimentos, se le antojaban propios de un escenario de película. “Gente perfecta para un mundo perfecto”, pensó.

Los días se sucedieron con una plenitud y rapidez vertiginosa. Flotaba entre una nube de actividades atrayentes y desconocidas para ella. Divertidos baños en el mar, juegos en la playa, locas carreras subidos en rápidas lanchas fuera a bordo, bailes nocturnos organizados en jardines, y alguna que otra visita a discotecas de moda de las que pronto salían huyendo “la plebe es insoportable, ¿verdad chicos?”, comentaba algún componente del grupo con tono distendido y ánimo jocoso.

Y ella, en medio de aquella vorágine, como un miembro más del conjunto, como si toda su vida hubiera participado de las mismas costumbres y del mismo ambiente.

Lo mejor, sin duda, los largos paseos al anochecer por la playa ya desierta acompañada de Álvaro, que se había convertido en su sombra y ejercido como su pareja durante toda su estancia. El murmullo de las olas rompiendo blandamente sobre la arena, y el rojizo reflejo del sol celando en el horizonte, propiciaban la conversación serena y animaban a las confidencias. Él le preguntaba sobre sus proyectos, sus aspiraciones, escuchaba muy atento sus palabras y en su rostro y en su ojos desaparecía la expresión desenfadada y un tanto frívola con la que habitualmente se mostraba.

-No sabes bien lo afortunada que eres pudiendo decidir sobre tu futuro, le dijo, las mujeres sois mucho más valientes para enfrentaros a él. Mi hermana es una buena prueba de ello.

Antes de entrar en la casa, se habían cruzado y detenido sus miradas. Nerea podía respirar la atracción que flotaba entre ellos; notaba los latidos descompasados de su pulso y sentía los labios resecos. Álvaro se inclinó hacia ella y creyó que iba a besarla. La voz masculina sonó velada de tristeza al decirle:

-Eres una persona extraordinaria. Mereces lo mejor- Dio media vuelta y se alejó.

La última noche en aquél paraíso prestado. Había preparado la maleta y se había despedido de sus anfitriones. Álvaro no acudió a la cena y Nerea pensó que el ambiente enrarecido que se respiraba tenía algo que ver con su ausencia.

No podía dormir desvelada por el cúmulo de sensaciones y pensamientos que ocupaban su mente, y se asomó a la terraza de la habitación que había ocupado como invitada.

Las voces elevadas llegaban desde el salón abierto al porche situado justamente debajo de donde ella se encontraba. Después se convirtieron en gritos agudos, en peticiones de socorro y en lamentos desgarradores. Vio la silueta del padre de Irene, ya en el porche, persiguiendo a su mujer y golpeándola con saña, una y otra vez, como un poseso. Álvaro e Irene consiguieron reducirle. Los insultos aún se mezclaban con el llanto lastimero de la mujer.

Su amiga levantó los ojos y la vio en la terraza, pálida de terror por cuanto había presenciado. Sostuvo valientemente su mirada, y fue entonces cuando Nerea comprendió lo que escondían su verdes y enigmáticas pupilas.


Mayte Tudea

Agosto 2011

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