Una tarde de 1941 Carlos Argentino Daneri telefonea a Borges y,
con tristeza e ira, lo convoca a su casa; la que pretenden demoler Zunino y
Zungri. “¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay!”
se lamenta CAD. Borges comparte su
congoja porque piensa que a partir de los 40 años todo cambio es un símbolo
detestable del pasaje del tiempo, y porque la casa aludía infinitamente a
Beatriz. Su interlocutor, con esa voz impersonal a la que recurrimos para
confiar algo muy íntimo, dice que para terminar su gigantesco poema le es indispensable la casa pues en un
ángulo del sótano hay un Aleph: uno de los puntos del espacio que contienen
todos los puntos. “Es mío, lo descubrí
en la niñez, antes de la edad escolar… Alguien dijo que había un mundo en el
sótano. Se refería, lo supe después, a
un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé, rodé por la escalera, caí.
Al abrir los ojos vi el Aleph… Lo vi claramente porque en el Aleph están todas
las luminarias del mundo, todas las lámparas, todos los venenos de luz”.
El narrador piensa que CAD es un loco.
Todos los Viterbo, en realidad… Incluso Beatriz presentaba negligencias,
desdenes y crueldades, tal vez patológicos; pero decide ir a la casa de
inmediato. Allí, Daneri lo conduce al sótano, abre la trampilla y lo invita a
bajar. Prepara con una manta lo que llama “humildosa almohada”, indica a Borges
que se tumbe y cuente diecinueve escalones; luego, lo deja solo. Él, asustado,
cierra los ojos y al abrirlos ve el Aleph. Me veo obligado a recortar la
maravillosa enumeración de visiones con la misma tristeza con que el narrador
lamenta no poder transmitir aquello que su temerosa memoria apenas abarca.
Fijándose en una pequeña esfera tornasolada de unos dos o tres centímetros de
diámetro, ve el espacio cósmico allí, sin disminución de tamaño. “Cada cosa era infinitas cosas porque yo
claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi
el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en
el centro de una negra pirámide… vi interminables ojos inmediatos escrutándose
en mi como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó…
vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal,
vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de
arena… vi un círculo de tierra seca donde antes hubo un árbol… vi un poniente
en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala… vi a los
sobrevivientes de una batalla enviando tarjetas postales… vi tigres, émbolos,
bisontes, marejadas y ejércitos… vi en un cajón del escritorio (y la letra me
hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido
a Carlos Argentino… vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido
Beatriz Viterbo… vi el Aleph desde todos
los puntos, en el Aleph la tierra y en la tierra otra vez el Aleph… y sentí
vértigo y lloré porque mis ojos
habían visto lo que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”.
Tres páginas cierran la
historia. No añaden nada al prodigio
anterior sino la explicación de lo que significa el Aleph para el narrador. Por
mi parte añado que aleph es la letra
sagrada, primera letra del alefato hebreo, así como álef lo es del persa y alif
del árabe. Y, por supuesto, alfa del
griego y A de nuestro alfabeto.
Termino: ojalá mi torpe y fragmentaria transcripción haya servido para despertar
cierta curiosidad por este cuento y, de añadidura, por la obra completa de
Borges, tal vez el escritor más injustamente olvidado en el desigual catálogo
de los premios Nobel.
José Ramón Torres Gil
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