Así encabezaba un comentario que
escribí en el año 2011 y que supongo, aunque no lo aseguro, que fue publicado
en este blog. Me refería en él a la fragilidad de las certezas que vamos
sosteniendo a lo largo de nuestra vida, y que, precisamente, utilicé como
título en mi primera novela.
Entonces decía: “Tal y como están las cosas en la
actualidad, vivir en este mundo cambiante, descreído, inseguro y ambiguo,
requiere de un valor notable, pero sin lugar a dudas, necesario si se desea
sobrevivir. Ya no hay nada definitivo: ni el trabajo, ni la salud, ni el
matrimonio, ni el estado del bienestar o el del malestar; ya solo sabemos, como
Sócrates, “que no sabemos nada”, o
lo que es aún peor, “que no hay nada que
saber”.
Han transcurrido nueve años desde que
hilvané esta reflexión, e ironías de la vida, hoy estamos donde estábamos. Por
causas diferentes —en aquel momento era la crisis económica y ahora es la
corona virus— volvemos de nuevo a la
casilla de salida. ¡Quién podía imaginarlo! Y lo preocupante es que, además, la
salud, la mala salud, va a terminar enfermando a la economía.
Pues nada, no nos queda otra que abrazarnos a la incertidumbre —ya que no podemos hacerlo a las personas que nos gustaría— y capear el temporal de la mejor manera que cada uno sea capaz de hacerlo.
Y pensar que, también, hay una
sabiduría de lo incierto. Que los seres humanos somos mucho más resistentes de
lo que imaginamos y sabremos vivir en lo impreciso y aceptar que, aunque muchas
de nuestras certezas se han ido desvaneciendo, nos queda la esperanza de que
los problemas, de un modo u otro, siempre terminan por resolverse.
Pensemos en la palabra de moda, resiliencia. La utilizan nuestros gobernantes en
ese afán por embellecer o, simplemente disfrazar, una virtud que tiene un
nombre mucho más sencillo: entereza. Y afrontemos con ella lo que nos queda por
soportar hasta que la ansiada vacuna llegue, o este virus infame se canse de
nosotros.
Mayte Tudea. 13 de Octubre de 2020.
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