En el recuerdo de los malagueños de cierta edad, aún permanece inalterable un tren pequeño de vapor conocido popularmente como la cochinita. Querido y temido por los marengos de Pedregalejo o El Palo, entre quienes se ganó, a pulso de raíles y carbonilla, el nombre de matagallinas o matahombres.
Nuestra provincia contó hasta 1968 con una línea de ferrocarril que unía la capital con Vélez-Málaga y Ventas de Zafarraya, en Granada, con Fuengirola y Coín. De ella todavía se conservan algunas de las antiguas estaciones y tramos de vía.
Durante las
jornadas diarias tenía una variada clase de pasajeros: vendedores de tortas de
Algarrobo, recoveros, usuarios con hatillos y grandes bultos que ocupaban los
pasillos. Además de un repertorio, nada despreciable, de animales vivos.
Pollos, cabras o conejos eran transportados por las mujeres de los pueblos que
servían en la capital, como regalos para las casas de sus señoritos. Decían que
su vaivén continuo convertía sus asientos de tablillas, algo sueltas, en un
martirio a pellizcos para posaderas y piernas.
Sus atestados vagones también servían para las excursiones de los domingos a las playas de Valle Niza o Torre del Mar. Toda una odisea para los chaveas de la época que jugaban entre las vías, ajenos al peligro, para matar el tiempo de la espera.
Desde las ventanillas podían verse las playas de La Malagueta, Antonio Martín, o los Baños de la Estrella o Apolo, donde destacaban, no precisamente por su belleza o el costumbrismo de la época, unas abigarradas mamparas de esparto trenzado para separar la zona de baño entre hombres y mujeres.
El paisaje se teñía de colorido por los chambaos improvisados hechos a base de cañas y sábanas anudadas en los extremos como techumbre. Algunas sombrillas castigadas por el sol y varias sandías, como puntos verdes en la orilla, al refresco de las olas.
Cerca en distancia,
aunque lejos por aquello de la clase, estaban las entradas de servicio y de
garajes de los Palacetes de Reding, Sancha, Sorolla, Caleta y Limonar. Muchos
no entendemos que la mejor y más bella infraestructura urbanística de la ciudad
se construyera de espaldas al mar.
Yo solo conocí uno de sus vagones que, restaurado y como homenaje, situaron en el Paseo Marítimo frente al Morlaco. Allí, quieto y sin vías por las que transitar, permaneció como testigo de los amaneceres y atardeceres, respirando el salitre de esa mar que tantas veces fuera su cercana compañera de viaje.
Hace mucho tiempo
que su imagen desapareció de nuestro paisaje marinero, aunque sigue latente en
la historia y la nostalgia de la ciudad.
A través de estas
palabras he querido aportar mi granito de arena para que su identidad no caiga
en el olvido, ni se pierda en el limbo de la memoria.
Esperanza Liñán Gálvez
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