Hace dos meses lo que se llamaba la zona de confort era considerado como un estado de inmovilidad poco
edificante para el comportamiento humano. «Textualmente, según los psicólogos, designa un estado mental
en que el individuo permanece pasivo ante los sucesos que experimenta a lo
largo de su vida, desarrollando una rutina sin sobresaltos ni riesgos, pero
también sin incentivos. Esto puede causar apatía y, en casos graves,
depresión, si bien esta última enfermedad no puede ser explicada simplemente
por los síntomas inherentes a este estado».
Personalmente, me molestaba bastante cuando muchos consejeros,
profesionales o no, insistían en que todos, sin importar la edad, debíamos
salir de nuestra zona de confort: La que conseguimos después de toda una vida
de probar, equivocarnos, volver a intentarlo y así hasta encontrar nuestra
mejor versión de vida, a pesar de los inevitables vaivenes de la salud y el
destino de cada día.
Dedicado a couchers charlatanes
y psicólogos de imperdible:
A los que de momento
tenemos la gran suerte de seguir vivos, nos han sacado de un manotazo de
nuestra zona de confort. El culpable es un virus letal y no tenemos la más
remota idea de si volveremos a encontrarla, al menos no como la añoramos. Por calendario
y etapas salimos a la calle a sobrevivir con horario determinado, aunque muchos
se saltan esas normas. Miramos al frente y a los lados con desconfianza,
alejándonos ante la cercanía de otros peatones o deportistas de nuevo cuño. Con
mascarillas y guantes a través de los que no se vislumbran ni sonrisas ni el
ademán de unas manos por estrechar. Nuestros cálidos abrazos y los besos a dos
mejillas del encuentro con amig@s, es un sueño lejano que, de momento, nos
parece imposible.
La incertidumbre nunca ha sido una buena compañera de vida, ni
antes en la tan denostada zona de confort, y mucho menos en estos días que
viste un ropaje desconocido. Un terreno que nunca hemos pisado. Una situación
inédita en la que improvisamos cada paso. Hemos tenido que dejar de lado
nuestros hábitos sociales a la fuerza. Ahora, al volver de la calle, nos
pasamos mucho tiempo lavando los alimentos, bolsas, ropa, zapatos…Debemos
limpiar absolutamente todo, por si se nos ha pegado «el bicho» en
el camino. Nuestra casa se ha convertido en el Sancta Sanctorum de los geles con alcohol y la lejía, ante la duda
de haber tocado algo sin desinfectar. ¿Es provisional o serán parte de nuestros
hábitos para siempre? Nadie lo sabe aunque confiamos en encontrar esa nueva
normalidad.
Pido disculpas por haber escrito tantas veces zona de confort,
sé que es incorrecto desde el punto de vista literario pero, cuando algo se
echa tanto de menos, es inevitable repetirlo como un mantra. En nombre de la
esperanza que es ahora nuestro asidero, si alguien vuelve a menospreciar esas
tres palabras maravillosas, sería justo que se le atragantaran letra por letra.
Esperanza
Liñán Gálvez
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