Todo
siniestro o catástrofe, sea cual fuere su naturaleza, conlleva consecuencias y
pérdidas para todos aquéllos que han de sufrir su ingrata y penosa influencia.
La Humanidad, en estos meses transcurridos del 2020, soporta con manifiesto
estupor y entereza una grave pandemia vírica, cuyas repercusiones finales son
absolutamente imprevisibles a estas alturas del dramático proceso. Todos los
habitantes del planeta, de una u otra forma, afrontan pérdidas de muy contrastada
magnitud y naturaleza, cuya cualificación y cuantificación aún no podemos dar
por cerrada, pues el letal contexto epidemiológico continúa, sin que la ciencia
haya encontrado aún el medicamento eficaz que sepa frenarlo o suprimirlo.
En
el triste plano de las pérdidas y carencias, cada persona, cada familia, cada
región o país tiene su particular historia que reivindicar. Hasta el momento,
unos habrán perdido más que otros, pero lo que es innegable es que todos los
seres humanos vamos sumando aquello que la atroz epidemia nos ha ido ya
arrebatando. Lo más importante e insustituible de este grave daño son los miles
de vidas que ya no están entre nosotros. No son cifras que alcancen el volumen
de las producidas durante las dos últimas grandes guerras universales (60
millones, 2ª Guerra Mundial; 10 millones, 1ª Guerra Mundial). Pero esas vidas,
que ya no lo son por causa de la pandemia, es la consecuencia más letal y dolorosa
de esta cruel plaga. Tampoco podemos olvidar a todos aquellos que aún mantienen
la existencia, pero luchan contra su enfermedad postrados en las camas de los
centros sanitarios. Nuestra ilusión y esperanza reza por su anhelada
recuperación.
Para
otras cuantificadas cifras de ciudadanos, la pandemia les ha arrebatado su
puesto de trabajo, con todo el dramatismo, material y anímico, que ello supone
no sólo para ellos, sino también para sus respectivas familias. Grave perjuicio
tanto al trabajador dependiente, como al empresario que no puede abrir su
establecimiento. A todos, además, nos han limitado preventivamente nuestra
libertad de movimientos. No poder ir a pasear por la naturaleza, no poder ir a
nadar en la playa o a la piscina, incluso no poder desplazarte a tu segunda
vivienda situada a no muchos km. Aunque ahora, mes y medio después ya pueden
hacerlo en la vía pública, los niños han tenido que jugar con su incontenible
vitalidad confinados (como el resto de su familia) en el seno de sus hogares.
El
sistema sanitario, colapsado por las urgencias víricas, ha pospuesto el
tratamiento de dolencias ajenas a la propia epidemia. Hacer una consulta médica
por teléfono es la solución que te era ofrecida. Sólo para las urgencias te era
permitido el desplazamiento a un centro médico, para tener ante ti físicamente
presente a un doctor en medicina.
El
sistema educativo continúa cerrado, hasta nuevo aviso. La única vía posible
para los profesores y sus alumnos es el uso de la comunicación telemática. Con
todo el valor y la versatilidad de la comunicación on-line, no puede ser igual
la docencia impartida en la atmósfera vital de un aula, que aquella que se
realiza en la superficie de una pantalla de cristal líquido de 30 o 40 cm de
diámetro. Cuando hace un par de días, el director del prestigioso Festival
Cinematográfico de Cannes explicaba su inevitable supresión hasta el año que
viene, concretaba “… un festival de Cannes on-line no es el festival de cine de
Cannes”.
Podemos
seguir añadiendo pérdidas de distinta magnitud, naturaleza y significación.
Pensemos en las bibliotecas y sus salas de estudio; en los complejos
cinematográficos y teatrales; en los conciertos y otros espectáculos; en los
museos; en los centros expositivos; en los templos y oratorios; en los estadios
deportivos y los gimnasios. Todos ellos cerrados. Y en cuanto a los eventos
anuales, mencionar las ferias, Fallas, Sanfermines, Semana Santa, festivales,
etc. La población de la tercera edad se ha visto privada también de poder
disfrutar, para su hondo pesar, de ese entrañable viaje Imserso anual. Y así,
un largo etc. de pérdidas y dolorosas carencias.
Y
¿hemos ganado algo, con esta durísima experiencia, aún inacabada? Es
inteligente, saludable y plausible saber aprender de todo y no sólo de lo
bueno. Resulta admirable y ejemplar el comportamiento profesional del personal
sanitario, así como el de los distintos cuerpos y fuerzas de la seguridad. Hay
que elogiar la benefactora acción desarrollada por las organizaciones que
ayudan a los más necesitados. También digno de aplauso, la cívica, responsable
y paciente actitud de millones de familias, en la dureza atípica de un confinamiento
preventivo que aún se prolonga. Valorar ese aprendizaje, también muy
importante, acerca de cómo implementar la autoprotección en nuestra salud
física y mental. Y, por supuesto, esa profunda cura de humildad que la
Humanidad necesitaba y necesita. Como antes se decía, contra la soberbia,
humildad. El género humano no todo lo puede. Somos personas. El reino de los
dioses estará en los cielos o en ese Olimpo ilustrado por la mitología clásica.
Por eso seguimos confiando en la ciencia, seguimos esperando los resultados de
la medicina. No nos queda otra.
Probablemente
algún lector se estará preguntando si habría algo más que destacar, en todo aquello
que el maléfico virus nos ha hurtado ya para nuestras vidas. Como decía aquel
niño de sabia inocencia, que pensaba en las flores, en los atardeceres y en los
amaneceres, en la brisa que mueve las olas y las ramas arbóreas, en esa
fragancia y aroma que regala y embriaga la naturaleza: “en este 2020, me han
arrebatado la Primavera”.-
José Luis Casado Toro
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