03 abril 2020

LIBERTAD CONDICIONAL

                                                     
                                                                                                                                             
LIBERTAD CONDICIONAL


Ya van más de diez días de reclusión y debo salir a comprar. Tengo pocos víveres y a la única patata que me queda le ha salido barba y la cebolla tiene un tallo verde que crece orgulloso, sin tierra que lo alimente. Al frigorífico mejor ni mirarlo, no por mucho abrir la puerta va a llenarse de comida como por arte de magia...

Salgo a la calle, carrito en mano y con dos bolsas llenas para los contenedores de reciclaje. Atravieso el portal con guantes, una mascarilla, con la que me cuesta respirar, y el vaho que sube hasta empañarme las gafas. Por la acera de enfrente pasan uno o dos disfrazados más, pero con modelos diferentes.

Señora paseando mascota
Al volver la esquina me encuentro con varios paseantes de mascotas, ataviados con las exigencias recientes, que caminan tranquilamente junto a sus perros, yo diría que recreándose. Los animales, que no deben entender nada, son los únicos seres felices en estos terribles días y mueven la cola a todos los que ven.

Llego al super y una mesa de bienvenida recibe a los clientes con una caja de guantes, que todos nos ponemos encima de los que llevamos. Y pienso que hace tan solo unos meses en ese mismo sitio había una bandeja con roscos y mantecados. Es temprano y todavía no hay mucho  personal, pero si alguien entra por el pasillo y me ve, se da la vuelta hacia otro pasillo. Alguno pasa a mi lado y mira desconfiado por encima de su mascarilla alejándose con rapidez.
 
Delante de la vitrina de la charcutería y carnicería han colocado unas cajas de plástico a modo de barricadas, guardando la distancia de seguridad, y debo bajarme la mascarilla para que escuchen mi voz. Ya no funciona el marcador de los turnos, hay que pedir la vez como antes, aunque desde la lejanía.
   
La cola del supermercado
Al pasar el último reducto, o sea la Caja, y pagar con tarjeta, me dan la cuenta cogiéndola como si fuera una bomba a punto de estallar. El carrito pesa tanto que me cuesta empujarlo. Lo había visto en la tele, pero no en directo: Al salir ya se ha formado una cola de personas, que llega hasta el final de la calle, esperando para entrar según vamos saliendo. Unos rostros desconocidos debajo de gafas y mascarillas, a los que solo asoman ojos apesadumbrados.

El camino de vuelta se me hace más largo que nunca. Mi barrio está triste y solitario porque no bulle la vida en sus calles y no se escuchan las risas de los niños jugando en el recreo del colegio. Tampoco han salido los estudiantes del Instituto a comprar sus bocadillos y refrescos para el desayuno en la tiendecita de la esquina. No hay corro de abuel@s hablando de la artrosis o el Sintron delante de la panadería. Por fin llego a casa y en el rellano de mi planta veo varios pares de zapatos a la puerta de mis vecinos, otra de las medidas aconsejadas por los medios.

 Ojalá no hubiéramos conocido a este coronavirus que nos diezma cada día más. Al que ahora hablan de usted y lo llaman Covid-19, cuando han reconocido que no es una simple gripe. Habrá un antes y un después de estos difíciles momentos.

De todas formas me siento afortunada y confío en que llegarán los abrazos y los besos de nuestros familiares y amigos que tanto echamos de menos. Mientras tanto nos seguiremos queriendo a distancia: a través del teléfono, wasaps, video llamadas, o escribiendo nuestras experiencias, que es otra forma de sentirnos más cerca. Cuidaros mucho y con sensatez. Así lo conseguiremos.  
         
Esperanza Liñán Gálvez 


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