DIARIO DE UNA CONFINADA. DÉCIMO DIA DE ENCIERRO.
Hace diez días, cuando el presidente Sánchez nos comunicó que el Gobierno había declarado el estado de alerta en nuestro país por dos semanas, se me ocurrió la idea de iniciar un diario en el que ir tomando nota de los sucesos —aunque solo fueran personales— que se producían a mi alrededor en unas circunstancias tan extraordinarias y tan desconocidas. Nada de lo ocurrido hasta ahora en España —y mira que ha habido acontecimientos traumáticos— tiene la dimensión de lo que hoy estamos viviendo.
Después lo pensé mejor y me dije que si la clausura se prolongaba catorce días, quizá no merecía la pena empezar un diario que iba a durar tan poco tiempo. Pero en vista de que el plazo se ha doblado y que no sabemos si esto va para largo o para muy largo, me dije, ¡ánimo! y así comienzo.
Hoy, día décimo del enclaustramiento, me despierto. Mi primera mirada: a la radio. El reloj electrónico me avisa de que faltan cinco minutos para las seis de la mañana. ¡Qué bien! Voy a poder escuchar a Carlos Alsina su primera filípica.

Comento con el locutor los sucesos del día. Es decir, él habla y yo apostillo. No piensen que me he vuelto loca, no. Este modo de conversar en solitario me libera adrenalina y refuerza mis cuerdas vocales. Hace unos años escribí un cuento en el que a una persona que vivía sola, sola de verdad, se le olvidaba hablar. ¿No dicen que la función hace al órgano? Pues yo lo pongo en práctica. Hablo, aún a sabiendas de que no me escuchan, pero yo sí me oigo, e incluso me permito, a veces, discrepar conmigo. Hagan la prueba, es un ejercicio vocal muy sano.
Son casi las nueve. ¿Dejo la cama o sigo en ella? Levántate Mayte, me digo en silencio, conviene establecer una rutina aunque ahora no tengas obligaciones.
Obedezco. Bebo mis dos vasos de agua en ayunas, preparo el zumo de naranja, y la cafetera con el descafeinado. Pongo la taza en el microondas con la mitad de leche. Saco la pulguita del congelador y la tuesto: chorrito de aceite de oliva, una cucharada de tomate triturado —natural— y dudo al colocar las lonchas de jamón. De modo habitual pongo tres, pero calculo los paquetes que me quedan y reduzco la ración, solo pongo dos. Hay que alargar las reservas todo lo que se pueda. Me siento en la cocina, y ¡qué alegría!, me dispongo a desayunar tranquila escuchando la radio.
Suena el teléfono. Los míos se preocupan por mí. Al cabo de un rato de charla el café se ha quedado frío, y la pulguita, reblandecida. Recaliento el café y retuesto la pulguita. Un asco.
Suena el teléfono otra vez. No sé qué tiempo ha transcurrido. El café me dice adiós desde el fregadero. Me bebo el zumo, como el jamón y tiro la pulguita. Mañana descolgaré el teléfono hasta que termine el desayuno, no estamos en época de derroches.
Me ducho y me dedico a las labores propias de mi sexo. Yo necesito orden exterior para tenerlo interiormente. Durante la mañana, me interrumpen un par de llamadas más. Tengo que agradecerlas, se preocupan por mí. Prometo que por la tarde me pondré a escribir. Esta oportunidad de disponer de tiempo libre no puedo desperdiciarla. Miro el reloj. Las dos de la tarde. La mañana se ha ido en un soplo.
Abro el frigorífico y elijo lo que voy a comer. En estos días de reclusión me he dedicado a cocinar todos aquellos alimentos que no convenía retrasar. Me decido por un puré de puerros —que salió riquísimo— y unas lonchas de solomillo de cerdo que hice al horno. Cuento las lonchas. Pongo cinco, retiro dos. Hay que continuar con la economía de guerra. Las fresas ya no tienen la tersura del día que las compré. No importa. Las troceo y les añado zumo de naranja, mejoran bastante.
He comido frente al televisor. Las noticias dan escalofríos. Me quedo con la cifra a la que presto toda mi atención: el número de enfermos que se han recuperado. Y me admiro de las personas increíbles que están luchando en esta guerra sin trincheras; los héroes a los que no debemos olvidar cuando esta pesadilla termine. Todos los sanitarios en sus distintas profesiones —incluidos los celadores—, las fuerzas del orden de los
diferentes estamentos; las personas que mantienen los servicios de los que disfrutamos, los empleados de supermercados y tiendas de alimentación, y probablemente alguno más que se me escapa. Héroes anónimos, pero que se encargan de que la vida de los demás sufra las menores alteraciones posibles.
He dormitado un rato después de comer. Y esta tarde las llamadas las he hecho yo para preocuparme por la salud de los amigos. Todos están bien, preocupados, pero bien. Hasta ahora, soportando el confinamiento del mejor modo que saben.
Las ocho. Me he asomado para unirme a los aplausos. En un edificio frente a mi casa suena todos los días el himno nacional. La gente grita, silba, las luces parpadean en distintos colores y hay banderas que ondean desde las ventanas. Se oye una canción de Manolo Escobar: ¡Qué viva España! Eso es lo que pedimos todos. Que terminen las muertes y que los españoles vivan y puedan hacerlo en paz.
Ya es de noche cerrada cuando me pongo a escribir. ¡Tantas horas libres y tan ocupadas! Antes de dormirme, me repito la cifra de los que se han curado. Y pienso: llegará el momento en que solo cuente ovejas para conciliar el sueño.
25 de Marzo de 2020.
MAYTE TUDEA.
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