24 octubre 2011

LOS FALSOS TESTIMONIOS

Mayte Tudea
20-Octubre-2011


Siempre me produce sorpresa la falta de prudencia, la desfachatez, y en ocasiones incluso la maldad de algunas personas al hacer recaer sobre otros determinados comportamientos de los que no han sido testigos, y de los que hablan con la misma seguridad que si los hubieran presenciado, o dejan caer sibilinamente para que el interlocutor que les escucha se forme una idea falsa y convertirle a su vez en transmisor de la misma.

“A mí me dijeron...” “Fulanita lo vio...” “Es más que evidente...” Todo el que oye este tipo de frases tejidas de sospechas y de medias verdades debería contestar: ¿Cómo sabes que lo que te dijeron es cierto? ¿Tú puedes afirmar lo que vieron los ojos de fulanita? ¿Y lo evidente para ti no necesita pruebas que lo confirmen?

“Calumnia que algo queda” reza el adagio. Y la lengua es el órgano que la transmite de un modo más rápido y más feroz. Algunas personas primero hablan, y después -y no siempre-, piensan. Se hacen eco del último chisme sin asegurarse de si es veraz o no, y con una ligereza que asombra, lo vierten rápidamente en otros oídos sin reparar en absoluto la deriva que puede llevar esa cadena y el daño que puede ocasionar.

He observado que este tipo de actitudes suele producirse con más virulencia cuando la persona a la que intentan desprestigiar es admirada, o reconocida, o tiene una serie de virtudes que la distinguen sobre las demás.

Y aquí llegamos a la “madre de todos los pecados capitales”: La envidia.
¿Cómo empañar una imagen? ¿Cómo reducir el valor o la trayectoria de alguien? En lugar de proponerme crecer yo, o mejorar, o destacar, voy a intentar empequeñecer al otro, aunque sea con falsedades.

¡Qué pena! ¡Qué amargo pozo amarillo-verdoso, como la bilis que lo provoca! Imagino que quien la padece tiene que sentirse frustrado en lo más íntimo, maltratado por la vida que no le ha bendecido con lo que envidia del otro y desearía tener. Se siente inferior y sufre por ello. Y de ahí nace el afán de empañar la imagen del envidiado, con la finalidad de ponerlo a su altura y disminuir sus valores. E ignora que ese proceder revela en sí mismo admiración hacia lo que combate, ya que en otro caso no emplearía ni el tiempo ni el trabajo que ello le requiere.

Juzgar sin pruebas, manifestar sospechas sin confirmar, lanzar infundios, es peligroso. El que se enreda en esa resbaladiza trama, debería saber que puede producir consecuencias no deseadas y que además, es punible.

Y llegado este caso no sirve de nada alegar “a mí me dijeron...” “fulanita lo vio...” “es más que evidente...”. La prudencia y la sensatez deberían prevalecer siempre sobre el afán del chismorreo. Y tener presente aquella máxima: “Es preferible ser dueño de nuestros silencios, antes que esclavo de nuestras palabras”.

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