31 agosto 2011

RELATO A CONCURSO Nº 022 - UN VIAJE DE IDA Y VUELTA

De alguien con mucha sabiduría, oí decir que no hay más verdad que tu propia verdad. Trataré de explicarme con mis pequeñas verdades, dándole significado y sentido a este relato, que es parte de mi verdad.
Mi pensamiento gira y gira, pero nunca en el presente, siempre en el pasado; a veces, un pasado lejano, otras más cercanos, pero sintiendo la misma alegría o tristeza que en esos momentos vividos sentí.
Mi casa, era como un frondoso árbol lleno de vida, del cual brotaban tallos jóvenes y fuertes, que al ir creciendo, iban buscando su propia luz, su camino.
Eran mis hijas, reían, disentían, alborotaban…todo estaba llenos de sus aromas, de sus colores, de sus desórdenes, de sus andaduras, como el carrusel de la vida, que da vueltas y vueltas y llegado el momento, cesa en su recorrido para emprender un nuevo giro. Así es nuestra existencia y la aceptamos con ilusión, pero quizá con una ilusión acongojada.
Sus tallos van creciendo y ya no necesitan del tronco que les dio la vida, aunque las raíces siempre está ahí, agarradas fuertemente, alimentándose de la misma savia.
Sobre la mesa del salón, una bonita fotografía reflejaba los rostros alegres y felices de una pareja de novios.
Por las mañanas, los destellos del sol iluminaban el cristal de la misma impidiéndome el poder contemplarla algunos minutos. Mi hija mayor se había casado.
¡Cuánto la echábamos de menos! Sus libros aún continuaban sobre la pequeña estantería, que compartía con sus hermanas.
Su cama seguía llena de muñecos de peluches, como si fuese una niña la que hubiera ocupado la pequeña litera. ¡Cuántas veces la llamé creyendo que aún continuaba entre nosotros!
El tiempo pasaba, y esa ausencia, ese vacío, lo iba llenando hasta asumirlo y comprender que todos y cada uno de nosotros, hemos nacido para crear vidas, vidas que no nos pertenecen pero a las que estamos ligados a ellas como los tallos al árbol.
La mesa del salón, antigua pero brillante, era donde mi mirada se detenía muchos momentos del día. Ya no era solamente mi hija mayor la que sonreía a través del cristal de su foto de boda; también estaban sus hermanas con las mismas miradas de felicidad.
Cada una de ellas formarían su propia familia, y ese fantástico alboroto al que yo estaba habituada, iría despareciendo y mi alma lo asumiría con fortaleza, estrechando aún más el amor hacia mi hija pequeña, alegre, decidida, aventurera… que aún continuaba con nosotros, su padre y yo.
El tiempo iba pasando inexorablemente: primavera, verano…así sucesivamente. Ella seguía con sus estudios, sus ilusiones (que eran las mías), sus amigos, en circulo amplio y heterogéneo en el cual ella demostraba su amor y simpatía hacia los demás, el mismo, que le devolvían.
Un día soleado y luminoso, de los que tanto disfrutamos en esta bonita ciudad, a mi se me ensombreció de pronto; fue como si el cielo de repente se hubiese cubierto de nubes y esa oscuridad penetrase en todo mi ser.
Sin preámbulos, mi hija cogió mis manos fuerte, muy fuerte, y mirándome con esos ojos tan bonitos y grandes, a los míos, me dijo que se marchaba a Suiza donde podía perfeccionar su francés. Su decisión tan clara y coherente, aunque yo no lo sintiese así, hizo estremecerme y mis manos estrechadas entre las suyas comenzaron a temblar.
Llegó ese día no deseado por mí, pero a la vez ilusionada viendo a mi hija tan feliz. Su amiga Imma la recibiría en el aeropuerto, guiándola en todo lo que fuese necesario, demostrándole con su actitud una verdadera amistad.
Pasaron dos años, para mí, una eternidad de soledades, de silencios, silencios…que a veces en mis oídos parecían transformarse en alegres risas de mis hijas.
¡Como pasaba el tiempo! Muy pronto sería yo la que viajase a Suiza para vivir uno de los días más emotivos de mi vida: la boda de mi hija pequeña. ¡Pero no fue así!
Era la primera vez que salía fuera de España, esto me inquietaba un poco, pero el motivo era más que suficiente para obviar cualquier temor.
En los días previos a mi salida, todo eran preparativos ya que no me podía fallar nada. Revisaba cosa por cosa entusiasmada con ese acontecimiento. Convencida de que todo estaba bien, me fui tranquilizando.
Mi equipaje consistía en una maleta y un bolso de mano, donde guardaba entre otras cosas, mi billete de avión junto con el carnet de identidad.
En mi salida de España a Suiza, todo fue perfectamente en la aduana. Enseñé mi carnet, pasé mi equipaje, y tome mi vuelo sin ningún contratiempo, sólo pensaba en el abrazo que muy pronto le daría a mi hija…pero ese abrazo no llegó tan rápido como yo creía, ya que todo se complicó de forma desmesurada.
Al desembarcar, pude comprobar el color grisáceo del cielo, y una chispa de tristeza me embargó en esos momentos. Mis pasos indecisos seguían a los demás pasajeros, ellos iban deprisa y yo no quería quedarme atrás; todo era nuevo para mí.
Pasillos y más pasillos, anuncios en francés, bellos paisajes desconocidos, así, hasta llegar al control de la aduana. Yo observaba curiosamente lo que hacían los demás pasajeros al llegar a la ventanilla, enseñaban su pasaporte o carnet de identidad y continuaban su andadura.
Para mí fue todo muy distinto al mostrar mi carnet de identidad y esperar su devolución. ¡Cuál sería mi sorpresa al encontrar unas miradas inquietantes, de desconfianza, entre los agentes que me atendían! Me hablaban en francés. ¡Dios mío, qué mal me sentía! Mis sienes y mi corazón latían aceleradamente, hasta que al fín el policía con su dedo índice me señaló la fecha de mi carnet. ¡Había caducado quince días antes de emprender mi viaje!
Me hicieron pasar a una habitación amueblada con sobriedad; de sus paredes colgaban bonitos cuadros, ocupando gran parte de la habitación. Uno de ellos mostraba las serenas aguas del Lago Lemans, reflejándose en sus aguas el gris de su cielo y suntuosos yates. El que más me llamó la atención por su colorido y originalidad, fue el de un reloj hecho de hermosas flores, sus manecillas estáticas marcaban las cinco y cuarto… ¡Que fatalidad! Casi la misma hora que yo pasaba a esa habitación.
Como si subiendo el tono de mi voz pudieran entenderme mejor, yo les explicaba, que el motivo de mi viaje no era otro que el de asistir a la boda de mi hija. Por fin vino un nuevo policía que hablaba algo de español, y le expliqué mi situación, pero ya con lágrimas en los ojos. Él, mirándome y sin inmutarse, me dijo que tenía que volverme a España.
En ese momento, el cuadro tan bello con el Lago Lemans parecía haber recobrado vida, y sus aguas tan serenas se convirtieron en un inmenso mar de olas embravecidas.
¡¡No pude asistir a la boda de mi hija!!
Recuperé mi maleta, y sin haber podido salir del aeropuerto, me despedí de aquel cielo Suizo con sus grises nubes como cuando llegué. Tuve que regresar a España.


Francisca López Martín (Maruchi)



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