25 agosto 2011

RELATO A CONCURSO Nº 018 - CONCHA Y LOS PIMIENTOS ASADOS

Hoy he traído tomates del invernadero y he triturado una gran cantidad. Con el aceite a punto los he puesto a freír y, tendré que moverlos con frecuencia para que no se peguen, hasta que la salsa quede concentrada.
Al removerlos me he fijado en su rojo intenso y, se me ha venido a la memoria; el color rojo de los pimientos para asar y... mi vecina Concha. Cuando la conocí, tendría cerca de sesenta años. Se mudó a un piso frente al mío y, en nuestra primera conversación me dijo; que antes vivía en una casita bastante vieja y que su hija había comprado el piso, en parte como inversión, y en parte, por estar situado en la misma calle donde ella vivía. (Quería tenerla cerca porque tenía dos niños pequeños)
Era viuda, y su hermana mayor soltera, se vino a vivir con ella. En sus salidas: compras, misas y alguna que otra visita, siempre iban juntas, y los nietos Concha, parecían nietos de las dos. Muchos días, los recogían del colegio y les daban el almuerzo, y hasta la merienda, antes de recogerlos la madre. Se sumaba también a estas comidas otro nieto, hijo de su hijo, y ellas, estaban felices de cuidarlos aunque les dieran trabajo.
Respetuosa, sencilla y humilde hasta el extremo (nunca conseguí que me tuteara y por cualquier cosa pedía disculpas) tenía la humildad de quien ha estado acostumbrada a servir y a ser mandada. Algunas veces, coincidía con ella en el ascensor y me comentaba, en tono confidencial, señalando una bolsa de plástico que llevaba en las manos:
- Aquí llevo unas zapatillas porque voy a casa de mi hijo y a mi nuera no le gusta que se entre en la casa con el calzado de la calle. Verá usted, es que es muy limpia- me decía, en un intento de disculparla.
A la hermana le diagnosticaron una enfermedad mortal que se la llevó al poco tiempo, y Concha, se repuso de su pérdida con esfuerzo, y con la compañía del hijo mayor de su hijo que prácticamente no salía de su casa. Los niños se hicieron adolescentes, y la hija, se compró un chalet por la Cala del Moral y allí se marchó a vivir, sin embargo, la nieta que se matriculó en la Universidad, venía todos los días a comer a casa de la abuela y a veces se quedaba a dormir.
Con los nietos criados y más tiempo libre, se dedicó ha hacer compras para sus hijos. Desde lejos la veía tirando del carrito de la compra lleno a tope. Era inconfundible su figura robusta vestida en colores oscuros y sus piernas, recias como columnas, sobre la base de unos pies calzados con unas zapatillas con pretensiones de zapatos. Al acercarnos la saludaba y ella me comentaba:
-Vengo del mercado porque hay oferta de pimientos de asar y la he aprovechado- y continuaba- mire usted, yo aso los pimientos, los limpio, los meto en cacharros y se los llevo a mis hijos, así no tienen que entretenerse para hacer la ensalada. Cada vez que la veía con el carro de la compra, se repetía esta escena igual que si estuviera grabada en un video.
El matrimonio del hijo se fue a pique, y él, amargado, venía a comer y contarle sus desdichas a la madre que las sufría con todo su ser. Un día aciago, la tensión de Concha se disparó y le sobrevino un ictus. Me enteré del suceso casi al mes y, cuando fui a visitarla, parecía otra persona. En una silla de ruedas del sanatorio, sus piernas casi no tenían movimiento, y a la hora de preguntarle cómo se encontraba, tuve que hacer verdaderos esfuerzos para entenderla, razonaba bien, pero tenía afectada el habla.
Se repuso un poco y le dieron el alta médica. La hija decía que no la podía atender y que al adosado de la Cala no se la llevaba porque tenía muchas escaleras y se podía caer. El hijo, decía que la hermana sí que podía llevársela, pero quería que él fuera quien la cuidara para así desentenderse de ella. Se disgustaron los hermanos y acertaron a ponerle una cuidadora rusa que no hablaba apenas español. Concha que era tan comunicativa, no entendía a la rusa, ni ésta a ella, por lo que estaba casi todo el día inmersa en un mutismo sin remedio y... pensando, pensando llena de tristeza.
La casa parecía deshabitada, eran pocas las visitas que recibía de los hijos y de los nietos. Las veces que fui a verla, para que abriera la rusa había que esperar un buen rato. La presencia de Concha en la silla de ruedas (andaba muy poco) sus palabras cargadas de sentimiento porque el nieto que ella casi había criado no venía nunca a verla, y sus lágrimas (no cesaba de llorar durante el rato que estaba con ella) me oprimían el corazón.
Ensimismada removiendo los tomates, oigo que llaman por teléfono. Al volver a mi quehacer, me cuesta retomar el hilo de mis pensamientos. ¡Ah ya, era sobre Concha! Sí, una mañana desde la calle vi sus ventanas con las persianas echadas hasta abajo, subí, llamé al timbre y nadie me contestó. El portero me dijo que se la habían llevado a una residencia. Desde ese día no he vuelto a ver a nadie a quién pudiera preguntarle por ella, no sé si estará viva o muerta, sin embargo, al evocarla, la veo con la bolsa de las zapatillas yendo a casa de su hijo, o tirando del carrito de la compra repleto de pimientos rojos de asar.
Los tomates ya están fritos y buenísimos. Con las cucharaditas de azúcar que les pongo pierden la acidez y tienen un sabor muy suave. Ya fríos, los echaré en recipientes herméticos y se los repartiré a mis hijos. Les vendrá muy bien tener esta salsa hecha para los guisos que la necesiten. Además, a mi nieto, hoy por hoy ¡Le encantan los tomates fritos de su abuela! Mañana... ¿se le cambiara el paladar?


Amalia Díaz Martín
11 de junio de 2011


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