23 agosto 2011

RELATO A CONCURSO Nº 017 - MI PRIMERA Y ÚNICA ESCUELA

Actualmente estoy en la Universidad de mayores en un Taller de creatividad Literaria que imparte el profesor Ricardo Redoli, admirado profesor.
Un día nos sugirió en clase que describiésemos cómo fue nuestro primer día de colegio. Me pareció una bonita idea, “volver a recordar la infancia”. Esa infancia lejana y a la vez tan presente en mi memoria.
Me ilusionaba recordar las distintas etapas de mi vida, sobre todo esta primera, que fue como el prólogo a tantas vivencias que a lo largo de mi existencia iba impregnándose de matices, y a la vez marcando mi forma de ser.
Mi primera escuela no fue ni pública ni privada, fue lo que en años muy lejanos definían como “Miga”. La recuerdo con tanta claridad que retrocedo en mi memoria y me ubico en la mesa que ocupaba yo. Era una mesa grande y alargada, de madera basta y envejecida, con abundantes manchas de tinta y pequeños orificios tal vez producidos por antiguas polillas.
Nos sentábamos en un banco también de madera envejecida y mucho más corto que la mesa, dando lugar a que recibiésemos más de un empujón y caída, ya que su capacidad era para cuatro niños, sin embargo lo ocupábamos cinco o seis.
Delante de mi mesa había pupitres a ambos lados de la clase, con tapas que se abrían y cerraban para guardar en ellos los pocos enseres disponibles: una pizarrita, una libreta de caligrafía y la clásica enciclopedia con los dos niños sonrientes plasmados en la cubierta.
Con esta enciclopedia aprendimos de todo: Gramática, Aritmética, Geometría, Historia de España, Geografía, Historia Sagrada…etc. Era como un frasco de esencia, pequeño pero muy concentrado.
Yo no tuve oportunidad de conocer una enseñanza más plural que aquella.
Mi señorita de la “Miga” fue una buena mujer que nos inculcaba su saber con entera dedicación, paciencia y sobre todo cariño.
La clase, ubicada en dos habitaciones corridas, acogía a más de cuarenta niños y niñas; algunos tan pequeños, que sus madres les llevaban unas sillitas de aneas pintadas con bonitas florecillas, que hacían las delicias de los peques.
Las clases de la tarde eran diferentes a las de la mañana. Sobre las cuatro de la tarde nos uníamos a la señorita junto a un balcón para comenzar a realizar nuestras labores: puntillas de festón, florecillas en relieves, punto de cruz…etc.
Desde el balcón divisábamos el Castillo de Gibralfaro, con sus almenas deterioradas como queriendo “justificar” sus siglos de existncia.
A principios del siglo XIV Yusuf I de Granada lo construyó en lo más alto de la cima del monte y en la falda de este hay un Teatro Romano; dos culturas tan distantes y distintas.
Cuando realizábamos nuestras labores sobre las cuatro y media de la tarde “el hombre de las tortas”, con su pregón, nos anunciaba que había llegado la hora de rezar el rosario. Era puntual como un reloj y sus pasos las saetas del mismo, marcando el tiempo con exactitud.
Caminaba lentamente, y su voz anunciando las “exquisitas tortas de Algarrobo” me producían un delicioso sabor imaginario (yo no podía comprar esas tortas).
¡Recuerdo a este personaje con tanta claridad! Su ropa era siempre la misma, pantalones de pana, blusón largo grisáceo con bolsillos de parches, alpargatas negras y su cabeza cubierta tanto en verano como en invierno con una gorrilla marrón oscura. Su mano apretada sujetaba la cesta de pleita, y un papel de estraza impregnado de aceite cubría mi ansiado manjar.
Una tarde fría y nublada nos visitó la hermana de la señorita. Era joven y muy simpática, pero esa tarde su simpatía la manifestó con más énfasis, estaba feliz. Nos dijo que se casaba muy pronto y su deseo era invitar a todos los niños a una buena merienda. Yo enseguida pensé en las tortas. ¡Oh! ¡Milagro! El pregonero con la exactitud de cada día cantaba su pregón.
La hermana de la señorita bajó las escaleras de peldaños rojos desgastados por el tiempo, y compró todas las tortas que llevaba el buen hombre. Hizo chocolate en una gran olla de porcelana, y niño a niño nos fue repartiendo tan exquisito majar como eran mis deseadas y ansiadas tortas, junto al sabor dulce del espeso y humeante chocolate.
¡Qué feliz me sentí ese día en mi “Miga”, mi primera y única escuela…y qué rica estaban las tortas!


Francisca López Martín (Maruchi)


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