Gustavo no manejaba aún la silla de ruedas
con soltura. Sólo hacía dos semanas que se la habían entregado y estaba en fase
de adaptación a este artilugio que se había resistido a usar durante muchos
meses.
Hoy, el segundo día que paseaba por la
calle solo, empezó a sentir que a lo mejor se había equivocado. Estaba
disfrutando por primera vez en mucho tiempo de pasear, moverse, de poder mirar
los escaparates y a la gente en las terrazas al paso, como hacía antes andando.
Solo tenía que estar atento a que el control de la dirección y la velocidad de
la silla fueran las adecuadas para poder observar y moverse a la vez. La cosa
no era nada fácil, pero hoy lo estaba consiguiendo despacito.
-Sí
señor, tengo que admitir que no ha sido tan mala idea -se
dijo -.
Voy a tomar un cafecito en esa terraza de enfrente.
Aún no se atrevía a ir muy lejos, no se
atrevía a salir de su barrio, pero llevaba tanto tiempo sin poder «andar»
un largo trayecto, pasear los sitios que, aunque conocidos, hacía tiempo que no
veía, que este paseíto le estaba sabiendo a gloria. Sentía una alegría como
jamás pensó con cada nuevo descubrimiento, un bar nuevo, una frutería en la
esquina…
-No,
no ha sido mala idea, se lo tendré que decir a Eli. Se va a poner muy contenta
la muy cabezona, ¡se salió con la suya!
Gustavo había sido albañil toda su vida,
maestro albañil de los buenos, incansable cumplidor. A pesar de la maldita
diabetes que padecía desde joven, y del sinfín de inyecciones de insulina que
se había pinchado en su vida, nunca dejó su oficio ni pensó cambiarlo por nada.
Le gustaba ver levantarse los edificios desde la primera capa de cemento hasta
las altas terrazas últimas.
Primero empezaron los dolores en los dedos,
las punzadas y después, cuando le tuvieron que cercenar medio pie, él siguió
trabajando sin querer escuchar a su cuerpo. También cerraba los oídos a su
mujer, a su hija y a su médico. Aunque le costara apoyar el medio pie izquierdo,
aún se sentía joven y fuerte.
Pero aquella enfermedad, fiel como un perro,
no le había dado tregua y poco a poco lo había ido llevado a esta maldita situación.
Hubo momentos en que hubiera preferido
morir a dejar de salir y entrar sobre sus piernas, como siempre. Cuando cumplió
los sesenta y ocho, su médico fue tajante:
-Hay
que amputar Gustavo y mientras más esperes, más alto habrá que cortar.
Y así perdió media pierna izquierda y tuvo
que caminar con la ayuda de una muleta.
Ya no hubo más ladrillos que poner, ni más
tabiques que enderezar desde entonces. Así empezó la pena negra para él.
A los setenta y dos el ultimátum fue para
su miembro derecho. Cuando abandonó el hospital después de una nueva mutilación
de su integridad, se sentó en su sillón orejero y se negó a moverse de allí
salvo para ir a la cama o a la tumba.
Pero ¡ay! la vida sorprende. Cuando enfermó
su mujer y tuvo que ser hospitalizada la casa se le vino encima, su corazón lo
mandaba salir a estar con ella. Gustavo empezó a desear moverse, necesitaba ir
a verla, necesitaba ayudar, necesitaba vivir para ella.
Ahora, sentado al sol tenue de octubre
tomando un descafeinado con edulcorante (dos cosas que siempre odió), se
sorprendió disfrutando en cada sorbo, empezó a sentir de nuevo la vida en su
cuerpo, pensó que le quedaba aún más de lo que le habían quitado.
Estuvo casi una hora al sol plácidamente, para
volver un Gustavo ya venido arriba. Decidió
terminar su paseo y volver a su casa por un camino de vuelta diferente, ya era
hora de empezar a explorar otros territorios. Las aceras en su barrio eran
anchas y pensó que le sería fácil conducir su silla eléctrica hasta el cruce
con la Gran Avenida y volver dando un rodeo. Le estaba cogiendo el truco, no le
dolía nada, se sentía bien, ¡podía hacerlo!
-¡Vamos
allá, campeón!
A los pocos minutos de su nuevo recorrido
se encontró con que la acera estaba ocupada hasta la mitad de su anchura por la
terraza cubierta del bar Pepe. Él lo recordaba desde siempre agradable,
familiar pero ahora tenía más espacio fuera que en el interior. Dio un giro con
cuidado a la dirección eléctrica para sortear la dichosa terraza y entró en una
franja rojiza del suelo con una bici pintada. Vio venir hacia él a toda
velocidad un joven en un patinete y tres muchachas detrás en sendas bicicletas.
Gustavo se quedó clavado en el sitio, tocó el freno de la silla y cerró los
ojos.
-Aquí
acabó mi aventura -pensó.
Los jóvenes motorizados lo sortearon hábilmente
y lanzándole una mirada de reproche siguieron con sus veloces artilugios calle
abajo sin parar.
Cuando nuestro héroe de la silla recobró el
pulso, miró a su izquierda buscando una parte de acera por la que poder ir sin
peligro. Le costó trabajo identificar cuál era la porción que le correspondería
a los viandantes. De la anchísima acera de su barrio sólo quedaba para caminar
una franja que discurría a través de las farolas, los alcorques, las papeleras,
los postes y expositores de anuncios, los kioscos de prensa… todo ello ubicado en la zona de paseantes. El
resto había sido invadido por los nuevos inquilinos de la calle.
-No
hay lugar para mí -pensó
Gustavo-.
¡Después de tantas aceras que yo he colocado!
A sus setenta y cinco años Gustavo C.
trabaja como Presidente de la Asociación en Defensa de la Movilidad Reducida (ADMR)
de la ciudad donde vive desde que nació, la cual no le reconoce el derecho a caminar por ella libremente sin peligro de
morir. Ha encontrado un objetivo para su nueva vida y a él se dedica con
fervor. Sale todos los días y explora las calles de su ciudad y lucha
incansable para que otros como él tomen las calles a pie o motorizados bajo el
lema:
NUESTRAS
ACERAS SON PARA TODOS.
Adela Bravo
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