10 julio 2024

ASALTO A LAS CALLES

 

Gustavo no manejaba aún la silla de ruedas con soltura. Sólo hacía dos semanas que se la habían entregado y estaba en fase de adaptación a este artilugio que se había resistido a usar durante muchos meses.

 

Hoy, el segundo día que paseaba por la calle solo, empezó a sentir que a lo mejor se había equivocado. Estaba disfrutando por primera vez en mucho tiempo de pasear, moverse, de poder mirar los escaparates y a la gente en las terrazas al paso, como hacía antes andando. Solo tenía que estar atento a que el control de la dirección y la velocidad de la silla fueran las adecuadas para poder observar y moverse a la vez. La cosa no era nada fácil, pero hoy lo estaba consiguiendo despacito.

 

-Sí señor, tengo que admitir que no ha sido tan mala idea -se dijo -. Voy a tomar un cafecito en esa terraza de enfrente.

 

Aún no se atrevía a ir muy lejos, no se atrevía a salir de su barrio, pero llevaba tanto tiempo sin poder «andar» un largo trayecto, pasear los sitios que, aunque conocidos, hacía tiempo que no veía, que este paseíto le estaba sabiendo a gloria. Sentía una alegría como jamás pensó con cada nuevo descubrimiento, un bar nuevo, una frutería en la esquina…

 

-No, no ha sido mala idea, se lo tendré que decir a Eli. Se va a poner muy contenta la muy cabezona, ¡se salió con la suya!

 

Gustavo había sido albañil toda su vida, maestro albañil de los buenos, incansable cumplidor. A pesar de la maldita diabetes que padecía desde joven, y del sinfín de inyecciones de insulina que se había pinchado en su vida, nunca dejó su oficio ni pensó cambiarlo por nada. Le gustaba ver levantarse los edificios desde la primera capa de cemento hasta las altas terrazas últimas.

 

Primero empezaron los dolores en los dedos, las punzadas y después, cuando le tuvieron que cercenar medio pie, él siguió trabajando sin querer escuchar a su cuerpo. También cerraba los oídos a su mujer, a su hija y a su médico. Aunque le costara apoyar el medio pie izquierdo, aún se sentía joven y fuerte.

Pero aquella enfermedad, fiel como un perro, no le había dado tregua y poco a poco lo había ido llevado a esta maldita situación.

 

Hubo momentos en que hubiera preferido morir a dejar de salir y entrar sobre sus piernas, como siempre. Cuando cumplió los sesenta y ocho, su médico fue tajante:

 

-Hay que amputar Gustavo y mientras más esperes, más alto habrá que cortar.

Y así perdió media pierna izquierda y tuvo que caminar con la ayuda de una muleta.

 

Ya no hubo más ladrillos que poner, ni más tabiques que enderezar desde entonces. Así empezó la pena negra para él.

 

A los setenta y dos el ultimátum fue para su miembro derecho. Cuando abandonó el hospital después de una nueva mutilación de su integridad, se sentó en su sillón orejero y se negó a moverse de allí salvo para ir a la cama o a la tumba.

 

Pero ¡ay! la vida sorprende. Cuando enfermó su mujer y tuvo que ser hospitalizada la casa se le vino encima, su corazón lo mandaba salir a estar con ella. Gustavo empezó a desear moverse, necesitaba ir a verla, necesitaba ayudar, necesitaba vivir para ella.

 

Ahora, sentado al sol tenue de octubre tomando un descafeinado con edulcorante (dos cosas que siempre odió), se sorprendió disfrutando en cada sorbo, empezó a sentir de nuevo la vida en su cuerpo, pensó que le quedaba aún más de lo que le habían quitado.

 

Estuvo casi una hora al sol plácidamente, para volver un Gustavo ya venido arriba.   Decidió terminar su paseo y volver a su casa por un camino de vuelta diferente, ya era hora de empezar a explorar otros territorios. Las aceras en su barrio eran anchas y pensó que le sería fácil conducir su silla eléctrica hasta el cruce con la Gran Avenida y volver dando un rodeo. Le estaba cogiendo el truco, no le dolía nada, se sentía bien, ¡podía hacerlo!

 

Vamos allá, campeón!

 

A los pocos minutos de su nuevo recorrido se encontró con que la acera estaba ocupada hasta la mitad de su anchura por la terraza cubierta del bar Pepe. Él lo recordaba desde siempre agradable, familiar pero ahora tenía más espacio fuera que en el interior. Dio un giro con cuidado a la dirección eléctrica para sortear la dichosa terraza y entró en una franja rojiza del suelo con una bici pintada. Vio venir hacia él a toda velocidad un joven en un patinete y tres muchachas detrás en sendas bicicletas. Gustavo se quedó clavado en el sitio, tocó el freno de la silla y cerró los ojos.

 

-Aquí acabó mi aventura -pensó.

 

Los jóvenes motorizados lo sortearon hábilmente y lanzándole una mirada de reproche siguieron con sus veloces artilugios calle abajo sin parar.

Cuando nuestro héroe de la silla recobró el pulso, miró a su izquierda buscando una parte de acera por la que poder ir sin peligro. Le costó trabajo identificar cuál era la porción que le correspondería a los viandantes. De la anchísima acera de su barrio sólo quedaba para caminar una franja que discurría a través de las farolas, los alcorques, las papeleras, los postes y expositores de anuncios, los kioscos de prensa…  todo ello ubicado en la zona de paseantes. El resto había sido invadido por los nuevos inquilinos de la calle.

 

-No hay lugar para mí -pensó Gustavo-. ¡Después de tantas aceras que yo he colocado!

 

A sus setenta y cinco años Gustavo C. trabaja como Presidente de la Asociación en Defensa de la Movilidad Reducida (ADMR) de la ciudad donde vive desde que nació, la cual no le reconoce el derecho a caminar por ella libremente sin peligro de morir. Ha encontrado un objetivo para su nueva vida y a él se dedica con fervor. Sale todos los días y explora las calles de su ciudad y lucha incansable para que otros como él tomen las calles a pie o motorizados bajo el lema:

 

NUESTRAS ACERAS SON PARA TODOS.

 

 Adela Bravo

 

 

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