Aquel
día me vio llorando. No me preguntó lo que me pasaba, mi abuelo era mago y lo
sabía todo. Metió la mano en su bolsillo y sacó un pañuelo para secar mis
lágrimas. Luego, me sonrió, llevó su dedo índice a sus labios para pedirme
silencio y volvió a meter la mano en su bolsillo. Entonces la vi por primera
vez, me llamó la atención su color blanco que contrastaba con la piel morena de
la mano de mi abuelo. Tenía la forma de una lágrima muy gorda, pero si la
girabas era como un pequeño corazón blanco al que nunca le llegó una gota de
sangre.
Mientras
la miraba, mi abuelo cerró la mano ocultando la piedra, la apoyó en su corazón
y alzando la voz dijo unas extrañas palabras.
—Si
le blasha al vesre, te rada doto lo que le daspi.
Mis
ojos se abrieron como platos y dejé de llorar. Pensé que mi abuelo se había
vuelto loco. Él me miró por encima del cristal de sus gafas y de nuevo con voz
solemne dijo:
—Si
le hablas al revés, te escuchará y te dará todo lo que le pidas, si es bueno
para ti.
Yo
miré la piedra. Su color blanco intenso y su forma de corazón le daba un
aspecto mágico. Su superficie era lisa, llena de poros y sus bordes muy
redondeados y sin aristas. La cogí en mi mano, no estaba fría y su tacto era
suave.
—A
partir de hoy es tuya, habla con ella todos los días, cuéntale todo lo que te
haya pasado, lo que te preocupe, ella te escuchará aunque no te conteste con
palabras, a Dios se le olvidó hacerles la boca. Solo tienes que hablarle al
revés, para que te entienda.
La
miré de nuevo, la sostenía en la palma de mi mano, cerré mi puño, e imitando la
voz de mi abuelo, hablé al revés como él me había enseñado.
—Roquie
cercre rapa que mi nomaher no me mella Tegope.
Los
dos reímos. Desde aquel día, todas las noches antes de dormir, cuando nadie me
veía, hablaba al revés con mi piedra. Le contaba lo que hacía en el colegio, lo
que discutía con mis amigos, a lo que jugábamos en los recreos, las notas de
los exámenes… Mi piedra siempre me escuchaba. Incluso cumplía mis deseos,
aunque yo siempre procuraba cumplir con las normas que me dio mi abuelo.
—Recuerda
tres cosas, —me repetía cada vez que hablábamos en secreto de la piedra—el
deseo debe ser bueno para ti, nunca pidas dos deseos el mismo día, ni tampoco
que resucite a alguien que murió, si lo haces volverá a ser una piedra vulgar,
sin ningún poder.
Cuando
cumplí trece años, era más alto que mi hermano mayor y jugaba al baloncesto en
el equipo del instituto, y ya nadie me llamaba Pegote. Yo seguía guardando mi
piedra y hablándole por las noches al revés, como me había enseñado el abuelo.
Recuerdo
un día que le conté que había conocido a Mariví. Nos cruzamos a la salida de
clase. Ella iba con dos amigas. Me dijo hola, yo me puse rojo como un tomate y
me quedé callado. También le dije que me daba rabia cuando la veía hablando con
Carlos, el guaperas del curso. Mi piedra me escuchaba atenta, callada,
caliente. A veces incluso me pareció verla sonreír, como el día que le conté
que Mariví me había preguntado mi nombre y empecé a tartamudear. Aunque el día
que la noté más caliente fue una semana después, cuando le confesé que la
invité al cine y que al despedirse me dio un “sobe en los biosla” y el tiempo
se paró.
Pero
la piedra no siempre me hacía caso. Durante un mes le estuve pidiendo todas las
noches, que mis padres me compraran una bicicleta de carreras. Al final me
aburrí de decírselo y estuve una semana sin hablarle. Otro día le pedí que el
Atleti ganara la final de la copa de Europa frente al Bayern de Munich. Tampoco
me hizo caso. Yo pensé que no lo hizo porque mi abuelo es del Madrid y no le
gusta mucho cuando gana el Atleti.
Una
tarde, al volver del instituto, encontré a mamá llorando. El abuelo estaba en
el hospital. Se le había parado el corazón de grande que lo tenía. Estaba
intubado y una máquina le ayudaba a respirar.
Aquella
noche no dormí, la pasé con mi piedra cerrada en mi puño. Recordé las palabras
de mi abuelo y las normas que hasta ahora siempre había cumplido.
Cuando
me desperté oí a mi madre llorando en silencio. Me miró y me abrazó con más fuerza
que nunca. No me dijo ninguna palabra. Apreté la piedra que llevaba todavía en
mi mano, se había vuelto fría y áspera, era solo una piedra.
De
“En el Blog de los relatos olvidados”
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