Clotilde, hija de un
fotógrafo que ejerció de protector y consejero del pintor joven, fue su musa
paciente, su amor de juventud, con la que se casó en 1888, y a la que retrató leyendo, en el jardín, en la playa, con su figura esbelta desnuda o vestida de
gris o de negro, con toquilla, con traje de chaqueta y con sombrero, elegante y
a la moda. Clotilde es una constante en la obra de JS: posa paciente para que
su marido ensaye nuevos caminos, y aguarda, paciente también a que regrese de
sus viajes, En una ocasión le escribe: “Eres insaciable: prefieres producir
mucho que estar a mi lado; pero comprendo que un hombre como tú, antes de ser
marido y ser padre, es pintor”. Los últimos años juntos vivieron en el palacete
que hoy ocupa el Museo Sorolla en Madrid, donado por la viuda al Estado Español
en 1931.
Cuando
pensamos en Sorolla se nos aparecen sus escenas marineras en las que la luz
restalla sobre una playa dorada o una vela blanca. Pero hay otro aspecto de su
trabajo al que concedió siempre importancia especial por cantidad y calidad: el retrato.
A
comienzos del siglo XX, JS es el más famoso de los pintores españoles. Había
expuesto con éxito en París, Nueva York y Chicago, se había convertido en
pintor del Rey, además de llevar a cabo una galería de retratos de artistas e
intelectuales. Uno de los primeros es el de Benito
Pérez Galdós que apareció en los billetes de mil pesetas. O el de su
querido amigo Vicente Blasco Ibáñez,
y el de Francisco Giner de los Ríos,
apóstol de la Institución Libre de Enseñanza. Hay que añadir la veintena de
personalidades retratadas por encargo de Archer Huntington para la Hispanic
Society de Nueva York. Allí encontramos a algunos injustamente olvidados como
el ingeniero Leopoldo Torres Quevedo
o el historiador Rafael Altamira,
También nombres de primera fila: Ortega y
Gasset, Antonio Machado, el pintor Muñoz
Degrain y el escultor Mariano
Benlliure. Todos esto retratos se caracterizan por una marcada sobriedad
concentrados en el atuendo y su expresión corporal: la pose desenfadada y
desafiante de Unamuno; el Juan Ramón
Jiménez de 35 años, consumido por sus sueños; y el Pío Baroja de la mirada escéptica que piensa (lo dice en un
capítulo de sus memorias) que al pintor le interesa más el dinero que el arte.
La
única intelectual a la que retrató fue Emilia
Pardo Bazán. La escritora expresó su admiración en la prensa de la época.
“Fogoso en la factura, prefiere, al retrato que le sujeta y cohíbe, la libertad
del paisaje o de la figura que casi forma un todo con el paisaje”.
JOSÉ RAMÓN TORRES GIL.
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