Artículo
de Carmen Márquez Montes, Profesora Titular de Literatura española, Universidad
de Las Palmas de Gran Canaria. Publicado en la revista digital The
Conversation.
Entre
1870 y 1918, el autor más destacado del realismo español, Benito Pérez Galdós (1843-1920) publicó
su obra. Su producción se caracterizó por estar poblada de mujeres luchadoras
que buscaban su lugar en la sociedad.
La crítica subrayó cómo el autor reflejaba de manera
destacada las problemáticas de la mujer desde
las más variadas perspectivas, con grandes
personajes que han pasado a la historia literaria y están en nuestro
imaginario: Fortunata, Doña Perfecta, Benigna, Augusta, Tristana o Tormento.
Esta
presencia femenina se incrementó en sus obras dramáticas. La razón es muy
sencilla: en el momento en el que Galdós comenzó a cultivar el género, la
década de los noventa, se estaban recrudeciendo las demandas de las mujeres.
La lucha feminista
Estas demandas habían nacido en el siglo XVIII, con la
publicación de Vindicación de los derechos de la mujer (1792),
de Mary Wollstonecraft.
Un
siglo después, en 1866, las sufragistas Emily
Davies y Elizabeth Garret Anderson presentaron a
la Cámara de los Comunes británica la Ladies Petition, firmada por 1 499
mujeres, en la que solicitaban el derecho al voto junto a la Sociedad Nacional
pro Sufragio de la Mujer, liderada por Lidia
Becker.
Desde
este momento se sucedieron manifestaciones y detenciones de mujeres en todo el
ámbito occidental, algo que no se detuvo hasta que se logró el sufragio a
inicios del siglo XX (Nueva Zelanda, 1893; Finlandia, 1907; Rusia-URSS, 1917;
Gran Bretaña, 1918; Estados Unidos, 1920; España, 1931…).
Galdós conocía estas luchas y tal vez por
ello desde los 90 del siglo XIX las mujeres en sus obras eran más luchadoras e
independientes que las de periodos anteriores. Así se ve en personajes
como Tristana (1892), Victoria de La loca de la casa (1892), la condesa
Halma de Halma (1895), la Benigna de Misericordia (1897) o, incluso, la
Lucrecia de El abuelo (1897).
Centrándonos
en el teatro, diecisiete de las veintiuna obras escritas y estrenadas estaban
protagonizadas por mujeres. Todas ellas se caracterizaron por ser grandes
defensoras del derecho de la mujer para desarrollarse en la vida según sus
deseos.
Todas eran también mujeres voluntariosas: la duquesa
Rosario (en La de San Quintín, 1894), la duquesita
Laura (en Alma y Vida, 1902) y la pizpireta Electra
–en la obra homónima de 1901– son mujeres sin
dobleces, inteligentes y esforzadas. Frente a ellas encontramos galanes románticos
con pasados turbulentos, o bien jóvenes cargados de fuertes convicciones
científicas, defensores del progreso y trabajadores.
Emprendedoras y cooperativista
Como
no podemos detenernos en las diecisiete, mencionaré dos de las obras que llaman
la atención.
La primera retrata a una mujer que hoy en día
llamaríamos emprendedora. Celia, la protagonista de Celia en los infiernos (1913),
intenta aplicar la igualdad en la fábrica familiar en la que ha pedido
trabajar. Ya en el primer acto declara:
“Si yo fuera hombre, o si las mujeres
gobernaran, yo haría una ley (…) la ley del equilibrio social”.
Cuando
conoce la fábrica y a sus trabajadores, se siente especialmente atraída por
Germán, un representante sindical, defensor de los derechos de los trabajadores
y de la igualdad social. Con él conoce otra realidad, la de los pobres, y
comparte esa idea de igualdad y necesidad de un mayor equilibrio en el reparto
de la riqueza. Incluso se plantea participar en la compra de la empresa para
regentarla y compartir beneficios con los trabajadores, una idea completamente
innovadora en aquel momento.
Violencia de género y defensa
La segunda pieza, Bárbara (1905), ambientada en
Siracusa (Sicilia) en 1815, muestra las desgraciadas circunstancias de una
mujer que, en defensa propia, mata a su marido. El matrimonio concertado de
Bárbara con el conde Lotario ha durado varios años, llenos de maltratos físicos
y psicológicos.
En
el primer acto, en una charla entre un anticuario, su esposa y su asistenta,
Rosina, esta última comenta:
“Cuando entré en el palacio, el bruto
del conde se entretenía en castigar a su esposa. […] No con la mano, señor… la
brida de un caballo. […] la condesa huyó de la sala clamando socorro. El
bellaco del Conde, detrás, echaba por aquella boca llamaradas del infierno”.
En
el brevísimo primer acto se presenta la acción, es decir, el lector-espectador
sabe que Bárbara ha asesinado a su marido y que este la ha maltratado de obra y
palabra durante todos los años de convivencia.
En
los dramas de la época, la acción se distribuía de la siguiente forma: los
actos primero y segundo estaban dedicados a presentar la situación inicial, el
tercero al desarrollo definitivo y el cuarto al desenlace.
Pero
Galdós coloca la muerte al inicio, porque lo que le interesa plasmar es el
desarrollo psicológico que vive la mujer después de hecho semejante. Y, en efecto,
esa es la verdadera trama de la obra, qué le sucede a Bárbara y cómo reacciona
la sociedad ante un acto tan trágico como un asesinato en defensa propia.
Bárbara
siente que es culpable por haber matado a su verdugo cuando temió por su vida.
El maltrato físico en Bárbara es una situación que se deriva de una mentalidad
patriarcal presente en los personajes de Galdós. Se rastrean sus signos en
todos sus estados de conciencia, actos y palabras y se pone en evidencia, sobre
todo, en la resistencia a creer que una mujer haya podido asesinar a su marido.
Si
bien Galdós muestra una enorme valentía al presentar un tema tan espinoso desde
el punto de vista de la víctima, sucumbe a un final creíble, con la entrada de
Bárbara en un convento de clausura.
Estos
son solo dos de los diecisiete ejemplos de mujeres galdosianas, fuertes y
esforzadas, que defendieron su derecho a desarrollarse en la vida según sus
deseos, equiparables a las mujeres que luchaban en las calles por la igualdad.
Los personajes galdosianos acompañaron (y apoyaron) desde las tablas las
reivindicaciones feministas de finales del siglo XIX
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