SUENA
EL TELÉFONO
Hace varias
décadas en nuestra memoria, tenía lugar en los domicilios una común experiencia
que inestabilizaba y alteraba el equilibrio anímico y orgánico de quien la
protagonizaba. Dicha vivencia consistía en algo tan usual, en principio, como
era recibir un telegrama postal. El escaso
tiempo que transcurría entre la llegada del funcionario de correos a nuestra
puerta, para entregar el pequeño sobre con el mensaje y su inmediata apertura
por el destinatario, provocaba en el sorprendido receptor un profundo
nerviosismo y una honda preocupación, que no se resolvía hasta que, con las
manos nerviosas o temblorosas, se abría al fin ese pequeño sobre azulado, en cuyo
interior estaba impresas, con un lenguaje conciso, muy escueto, sin
preposiciones o artículos, unas pocas palabras. Ese breve
número de vocablos era consecuencia del costo de la transmisión. A más
palabras, el precio de la comunicación era más elevado para el remitente. El
telegrama se caracterizaba por la presteza en la transmisión y su inmediata
entrega personal. Aunque ese brevísimo contenido del texto podía traer buenas
noticias, por lo general se temía (debido a la urgencia del envío) que la información
del telegrama fuera por motivos desagradables o
luctuosos, lo que provocaba ese nerviosismo o intranquilidad inicial
hasta su posterior lectura. Algunas de las personas receptoras tenían que hacer
uso del vaso de agua, la infusión de tila u otras bolsitas relajantes y también
se veían obligados a tomar asiento, porque los temblores en esas personas
nerviosas tomaban carta de naturaleza en sus organismos, ya fuese en las
piernas, las manos o en el acelerado ritmo cardiaco.
En la
actualidad, con la versatilidad del correo electrónico a través de Internet, la
propia comunicación telefónica, los cómodos mensajes de voz y los textos
escritos, a través del WhatsApp u otras plataformas informáticas, aquellos
“míticos” telegramas han desaparecido prácticamente de nuestras necesidades
vitales.
Sin embargo, esa
incómoda y nerviosa sensación de preocupación, alteración e inseguridad, la
seguimos reviviendo, de alguna manera, en esta época de “super avances”
electrónicos e informáticos. También ocurre hoy cuando
suena el móvil o el fijo telefónico a horas inusuales del día, como
puede ser a partir de las 22 horas, durante la madrugada o cuando apenas está
amaneciendo. También, durante las jornadas festivas o en cualquier otro día,
cuando estamos almorzando, cenando o tomando una ducha para asear y tonificar
nuestros cuerpos. Esas llamadas intempestivas,
especialmente en el silencio de las noches, provocan igualmente desazón, inquietud
y alteración nerviosa. Por fortuna, la mayoría de nuestros aparatos telefónicos
nos permiten visualizar el número que nos está llamando, comprobando que en su
amplia mayoría son prefijos de otras ciudades, con las que en principio no
tenemos vínculos pendientes. A veces este dato aclaratorio desaparece, porque
el remitente nos llama con número oculto, o por el contrario con una “ristra”
de números, ya que lo hace desde la centralita de algún organismo oficial,
administrativo o sanitario.
La
experiencia nos indica que la mayoría de esas llamadas inesperadas son de otras
empresas de telefonía, electricidad, proveedores de Internet, de seguros
diversos o establecimientos comerciales, que
utilizan esta forma o técnica de comunicación para hacer sus “maravillosas,
rentables y competitivas” ofertas de venta. En los últimos tiempos, además de
estas modalidades comerciales, se oferta muchas instalaciones de placas solares para nuestras viviendas. Ante estas
llamadas de “las tres de la tarde” nuestras
respuestas pueden ser muy variadas. Podemos dejar que el teléfono siga
timbrando hasta que la llamada se “corte”. Atenderla, preguntando acerca de
quién les ha facilitado nuestro número telefónico y quién nos está llamando o
dejar que el interlocutor, físico o mecánico, exprese de continuo todo lo que
nos quiere decir y sin dejarnos casi “hablar”. Solamente nos dejará hacerlo
(temen que les colguemos de inmediato, de ahí esa acelerada información que nos
impacta) cuando se nos pregunte a qué empresa estamos vinculados, cuánto
pagamos por el servicio o si queremos aceptar la “atractiva” oferta, más barata
por supuesto, que nos están ofreciendo.
Para cualquier
respuesta que ofrezcamos, tienen preparada toda una serie de argumentaciones,
basada desde luego, en “mejoras” tanto en el precio como en el servicio. En
último extremo, si aún no les hemos cortado o “colgado” la comunicación,
ofrecen regalos, envío de correos electrónicos o la posibilidad de concertar
una “inquietante” visita personal a nuestro domicilio con uno de sus agentes, a
fin de ampliar y explicitar la oferta “insuperable” que desean “regalarnos”.
Cuando al fin
interrumpes la comunicación, justificándote o simplemente cerrando el móvil, te
queda una muy incómoda sensación: por haberte hecho perder el tiempo, por
haberte abrumado e incluso “ridiculizado”. Hay comerciales verdaderamente
“agresivos” para tu sosiego. Lo hacen cuando estás haciendo una comida,
descansando, viendo una película, leyendo, estudiando, o en celebraciones,
espectáculos deportivos, musicales o conciertos, visitas médicas, centros comerciales
u hospitalarios, etc.
Lo más común, en
todos estos casos, es apagar o quitar el sonido del teléfono, para gozar de
esos minutos de paz y tranquilidad, pero asumiendo un
riesgo añadido, como es no atender a una verdadera llamada urgente, sea
de naturaleza sanitaria, de familiares o amigos. También, de gestiones
administrativas o comerciales, que voluntariamente hayamos iniciado.
El uso del
contestador, para dejar los mensajes, puede ser un recurso de fácil utilidad.
Aunque estos persuasivos comerciales no dejarán mensaje alguno, porque lo que
priorizan es el dialogo directo, para el que están convenientemente bien
adiestrados.
Las
anécdotas son
numerosas y divertidas, en esta temática. Recuerdo a un familiar que respondía
en su vivienda a estas llamadas, con la convincente frase “disculpe, la señora de la casa está de viaje por el extranjero.
Yo soy la criada, la chica del servicio. No le puedo atender”. “Vd. se ha equivocado de número, aquí no vive esa
persona”. “Ha llamado Vd. a un centro
conventual, de religiosas de clausura. Por favor, no insista. Gracias”. O
hacerse el sordo repitiendo “¡diga! ¡diga! ¡diga!”,
colgando a continuación. Igual así conseguimos un poco de la tan necesaria
tranquilidad. –
José L.
Casado Toro
Junio
2023
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