20 julio 2023

SUENA EL TELÉFONO

 

SUENA EL TELÉFONO

Hace varias décadas en nuestra memoria, tenía lugar en los domicilios una común experiencia que inestabilizaba y alteraba el equilibrio anímico y orgánico de quien la protagonizaba. Dicha vivencia consistía en algo tan usual, en principio, como era recibir un telegrama postal. El escaso tiempo que transcurría entre la llegada del funcionario de correos a nuestra puerta, para entregar el pequeño sobre con el mensaje y su inmediata apertura por el destinatario, provocaba en el sorprendido receptor un profundo nerviosismo y una honda preocupación, que no se resolvía hasta que, con las manos nerviosas o temblorosas, se abría al fin ese pequeño sobre azulado, en cuyo interior estaba impresas, con un lenguaje conciso, muy escueto, sin preposiciones o artículos, unas pocas palabras. Ese breve número de vocablos era consecuencia del costo de la transmisión. A más palabras, el precio de la comunicación era más elevado para el remitente. El telegrama se caracterizaba por la presteza en la transmisión y su inmediata entrega personal. Aunque ese brevísimo contenido del texto podía traer buenas noticias, por lo general se temía (debido a la urgencia del envío) que la información del telegrama fuera por motivos desagradables o luctuosos, lo que provocaba ese nerviosismo o intranquilidad inicial hasta su posterior lectura. Algunas de las personas receptoras tenían que hacer uso del vaso de agua, la infusión de tila u otras bolsitas relajantes y también se veían obligados a tomar asiento, porque los temblores en esas personas nerviosas tomaban carta de naturaleza en sus organismos, ya fuese en las piernas, las manos o en el acelerado ritmo cardiaco.




En la actualidad, con la versatilidad del correo electrónico a través de Internet, la propia comunicación telefónica, los cómodos mensajes de voz y los textos escritos, a través del WhatsApp u otras plataformas informáticas, aquellos “míticos” telegramas han desaparecido prácticamente de nuestras necesidades vitales.

Sin embargo, esa incómoda y nerviosa sensación de preocupación, alteración e inseguridad, la seguimos reviviendo, de alguna manera, en esta época de “super avances” electrónicos e informáticos. También ocurre hoy cuando suena el móvil o el fijo telefónico a horas inusuales del día, como puede ser a partir de las 22 horas, durante la madrugada o cuando apenas está amaneciendo. También, durante las jornadas festivas o en cualquier otro día, cuando estamos almorzando, cenando o tomando una ducha para asear y tonificar nuestros cuerpos. Esas llamadas intempestivas, especialmente en el silencio de las noches, provocan igualmente desazón, inquietud y alteración nerviosa. Por fortuna, la mayoría de nuestros aparatos telefónicos nos permiten visualizar el número que nos está llamando, comprobando que en su amplia mayoría son prefijos de otras ciudades, con las que en principio no tenemos vínculos pendientes. A veces este dato aclaratorio desaparece, porque el remitente nos llama con número oculto, o por el contrario con una “ristra” de números, ya que lo hace desde la centralita de algún organismo oficial, administrativo o sanitario.

La experiencia nos indica que la mayoría de esas llamadas inesperadas son de otras empresas de telefonía, electricidad, proveedores de Internet, de seguros diversos o establecimientos comerciales, que utilizan esta forma o técnica de comunicación para hacer sus “maravillosas, rentables y competitivas” ofertas de venta. En los últimos tiempos, además de estas modalidades comerciales, se oferta muchas instalaciones de placas solares para nuestras viviendas. Ante estas llamadas de “las tres de la tarde” nuestras respuestas pueden ser muy variadas. Podemos dejar que el teléfono siga timbrando hasta que la llamada se “corte”. Atenderla, preguntando acerca de quién les ha facilitado nuestro número telefónico y quién nos está llamando o dejar que el interlocutor, físico o mecánico, exprese de continuo todo lo que nos quiere decir y sin dejarnos casi “hablar”. Solamente nos dejará hacerlo (temen que les colguemos de inmediato, de ahí esa acelerada información que nos impacta) cuando se nos pregunte a qué empresa estamos vinculados, cuánto pagamos por el servicio o si queremos aceptar la “atractiva” oferta, más barata por supuesto, que nos están ofreciendo.  

Para cualquier respuesta que ofrezcamos, tienen preparada toda una serie de argumentaciones, basada desde luego, en “mejoras” tanto en el precio como en el servicio. En último extremo, si aún no les hemos cortado o “colgado” la comunicación, ofrecen regalos, envío de correos electrónicos o la posibilidad de concertar una “inquietante” visita personal a nuestro domicilio con uno de sus agentes, a fin de ampliar y explicitar la oferta “insuperable” que desean “regalarnos”.

Cuando al fin interrumpes la comunicación, justificándote o simplemente cerrando el móvil, te queda una muy incómoda sensación: por haberte hecho perder el tiempo, por haberte abrumado e incluso “ridiculizado”. Hay comerciales verdaderamente “agresivos” para tu sosiego. Lo hacen cuando estás haciendo una comida, descansando, viendo una película, leyendo, estudiando, o en celebraciones, espectáculos deportivos, musicales o conciertos, visitas médicas, centros comerciales u hospitalarios, etc.

Lo más común, en todos estos casos, es apagar o quitar el sonido del teléfono, para gozar de esos minutos de paz y tranquilidad, pero asumiendo un riesgo añadido, como es no atender a una verdadera llamada urgente, sea de naturaleza sanitaria, de familiares o amigos. También, de gestiones administrativas o comerciales, que voluntariamente hayamos iniciado.

El uso del contestador, para dejar los mensajes, puede ser un recurso de fácil utilidad. Aunque estos persuasivos comerciales no dejarán mensaje alguno, porque lo que priorizan es el dialogo directo, para el que están convenientemente bien adiestrados.

Las anécdotas son numerosas y divertidas, en esta temática. Recuerdo a un familiar que respondía en su vivienda a estas llamadas, con la convincente frase “disculpe, la señora de la casa está de viaje por el extranjero. Yo soy la criada, la chica del servicio. No le puedo atender”. “Vd. se ha equivocado de número, aquí no vive esa persona”. “Ha llamado Vd. a un centro conventual, de religiosas de clausura. Por favor, no insista. Gracias”. O hacerse el sordo repitiendo “¡diga! ¡diga! ¡diga!”, colgando a continuación. Igual así conseguimos un poco de la tan necesaria tranquilidad. –

 

José L. Casado Toro

Junio 2023


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