Tomó entre las
manos la hucha y la vació. Durante meses
había ido introduciendo todas las monedas de dos euros que le devolvían en el
supermercado, o en cualquier otro establecimiento. Ahora, por fin y tras la larga
espera, habían llegado las rebajas.
Extrajo por
debajo del colchón el sobre gris, algo arrugado, donde había ido guardando los
billetes sobrantes de las últimas compras, y comprobó que en su billetera
estaban las dos tarjetas de crédito que utilizaba para el gasto de la familia del
que ella se ocupaba. Sabía que no podía usarlas en exceso porque, de otro modo,
su matrimonio corría peligro.
Antonio, su
marido, le había dado un ultimatum. O corregía aquella obsesión compulsiva, casi enfermiza por comprar,
o le retiraría las tarjetas de crédito y daría orden al Banco para que las
bloquearan. Y, además, la obligaría a someterse a una terapia con un psicólogo,
ya que su actitud estaba adquiriendo perfiles de auténtica enfermedad.
Quieta, tensa delante de la puerta de
aquellos grandes almacenes, se sentía como el corredor de maratón que espera,
ansioso, el silbido de salida.
Corrió
enloquecida por los pasillos, arrebató prendas de las manos de otras
compradoras; sus brazos apenas eran capaces de sostener todos los artículos de
los que había hecho acopio.
Al fin, con
expresión triunfante, se colocó la primera ante la caja. Lo había conseguido abriéndose paso a
codazos, ciega ante cualquier obstáculo.
Cuando la
cajera, tras marcar el sinfín de prendas elegidas, le indicó la cantidad a
pagar buscó su bolso. Aterrada, se dio cuenta de que no colgaba de su brazo. Se
lo habían robado.
MAYTE TUDEA.
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