Era un señor, de carácter retraído, güevon y muy supersticioso, al que le faltaban unos
meses para su jubilación, al llevar más de cuatro decadas prestando servicio
como Cartero Urbano. Tenía su zona de reparto en el barrio de El Limonar, donde
reside la gente de `posibles´, como él decía, aquí en Málaga. Le ocurrió
un día, que al entrar a una de las villas, como hacía siempre, con un jardín
florido, muy cuidado, una alta araucaria y una frondosa jacaranda de flores
lilas, para hacer entrega de la correspondencia diaria, cuando su gorra de
plato, que era la prenda que los carteros de entonces usábamos para cubrirnos
la perola, le desapareció como por ensalmo. El pobre Teodoro, con su perenne
despiste, creía que había sido alguno de los sirvientes guasones de la casa, y
mirando a todas partes, por arriba, por los lados, y nada, no había nadie, solo
el perro, que no le ladraba porque lo conocía desde que era un cachorrillo. El
hombre, todo acojonado, con su superstición y su temor en el cuerpo, porque se
hablaba de que en esa casa existían espíritus que movían los muebles, y las puertas
se abrían y cerraban solas, llegó a Correos con el clásico mosqueo, y algo de
canguelo en el cuerpo. Como era lógico, nadie se creyó que la gorra, que él
cuidaba con tanto esmero, desapareciera como el humo. Así que un compañero, motorizado, de pagos de
giros, que lindaba con su distrito, le prometió ir con la Rieju amarilla, del
PMM, para hacerle el favor de la entrega correspondiente del correo ordinario
en esa villa embrujada. Este compañero, guasón como él solo, le propuso
averiguar qué es lo que ocurrió con la desaparición de su preciada gorra. Muy
diligente y seriote, y puesto en su papel de funcionario postal, al llegar a la
villa en cuestión, pulsó el timbre, y a los pocos minutos salió un señor muy
sonriente, encorbatado y enfundado en un batín de colorines, con la gorra del
compañero en la mano, preguntando que le ocurría a Teodoro, cartero titular del
distrito: “Nada, que hoy tiene el día
libre y somos varios compañeros a suplirle el servicio por el barrio”, -“Pues
haga el favor de darle la gorra que Fermín, mi mono, le quitó ayer”. En
esto que un mono muy chiquitillo con grandes bigotes, casi volando desde la
jacaranda, se posó en el hombro de su amo pareciendo que se reía, el muy
cabrón, del susto que le pegó a su compañero.
Otra anécdota se refiere cuando en la
década de los 60, en la Cartería de Málaga se recibió una carta dirigida
solamente con el nombre de un señor, sin más dirección de destino que: Ciudad
de Málaga. Como antaño, en cada cartería de las administraciones importantes, existía
un negociado denominado: “Los Sabios”, el funcionario, encargado de cantar los
nombres y direcciones de la correspondencia con insuficiencia de señas, a viva
voz, como siempre, cantó el nombre de dicho señor, y al momento, desde un
rincón, un compañero contestó: “¡Mía!”, y dicha carta fue entregada en la
dirección donde vivía ese destinatario, pero no a él, sino a su esposa. Resultando que la carta, con insuficientes
señas, era de una amiga especial del marido. El cartero, como era
natural no podía saber las interioridades de los destinatarios de la
correspondencia ordinaria que entregaba con toda diligencia y buena fe. La señora, supuestamente engañada y casada
por el juzgado y por la Iglesia, de misa
de 12 en domingo, puso el grito en el cielo, en la familia, y en
Correos, más bien en el cartero; y todo porque el tal destinatario no teniendo
suficiente con su mujer, se fue a buscar otra, para tener el doble de
problemas, el muy gilipollas. Más tarde
este “don Juan”, pendón desorejado, con el “Bacilo de Koch” royéndole sus
débiles pulmones, quiso hacerle la vida imposible al funcionario, pero la
verdad es que la cosa quedó en agua de borrajas. Su señora esposa lo perdonó.
Más tarde nos enteramos, que al “don Juan de ojaneta”, de tanta tos, se le olvidó
de respirar a los pocos meses del suceso. Pues q.e.p.d.. Amén.
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