En septiembre de 1999 estrené mi abono para
los conciertos de la Orquesta Ciudad de Málaga (hoy Filarmónica) con la
audición de la Sinfonía nº7 “Leningrado”
de Dimitri Shostakovich. Era un autor prácticamente desconocido para mí, y fue
una magnífica sorpresa. Me impactó, sobre todo, el primer movimiento,
Allegretto. Un tiempo después, en el film de Disney “Fantasía 2000”, el Concierto nº 2 para piano que ilustraba el
episodio de “El soldadito de plomo”
reafirmó mi aprecio por el
compositor.
Nacido
en San Petersburgo en 1906, muerto en Moscú en 1975, su obra, abrumadoramente
amplia, la resumo así: 16 sinfonías, 6
conciertos (piano, violín y chelo), 15 cuartetos de cuerda, 12 obras de cámara,
20 suites, 9 óperas, música para 30 películas, y un amplio número de ballets y
obras menores.
EC
dedica un número de marzo al compositor con motivo del estreno en el Teatro Real
de su ópera “La nariz”. Y a mí me permite
relatar las grandes dificultades que tuvo el músico para desarrollar su extensa
carrera en un país donde la censura del Partido Comunista se inmiscuía en todos
los ámbitos.
Hijo de
un médico, cantante aficionado, y de una madre pianista, Dimitri asombró al
director del Conservatorio de la ciudad por “su oído finísimo, portentosa
memoria musical y facilidad para leer al piano cualquier partitura a primera
vista”. Su Sinfonía nº 1 se estrenó
en 1925 y fue elogiada por compositores coetáneos y programada por grandes
directores como Toscanini y Klemperer. En Rusia
se convirtió en el músico emblema del país y del régimen. A lo largo de
su producción destaca su vena grotesca y su gusto por la sonrisa (“Defiendo el
derecho a la risa en la llamada música seria”, dejó dicho) Y, por encima de
todo, destacan el chorro de ideas, la arrogancia técnica y el talento
chispeante.
Entremos en el conflicto: En 1939, el régimen le pide una partitura para
festejar la toma de Finlandia. Él compone Suite
para temas finlandeses que se
queda en un cajón tras la desastrosa campaña de las huestes soviéticas en su
empeño invasor. No se sabe si el músico cumplió el encargo sin remilgos morales
o con la conciencia carcomida por dotar de banda sonora al imperialismo ruso.
¿Fue Shostakovich un pancista que gozó de cargos y condecoraciones oficiales o
un exiliado interior obligado a practicar el posibilismo?
Lo cierto
es que, en enero de 1936, Stalin fue a ver una representación de la ópera Lady Macbeth en Mtsenk. El autor estaba
presente y comprobó que el dictador y sus acompañantes hicieron mutis antes del
tercer acto. Días después, un editorial de “Pravda”, el periódico oficial,
definía la ópera como “caos en lugar de música”, y añadía que “cosquilleaba el
gusto pervertido de los burgueses” y que su carácter “nervioso, compulsivo y
espasmódico” procedía del nefando jazz americano. Se cree que fue el propio
Stalin quien redactó esas palabras que tuvieron el efecto de un absoluto
rechazo hacia la ópera, y, de paso, hacia el propio autor que no se atrevió a
estrenar su Cuarta Sinfonía por estar
demasiado influida por Gustav Mahler.
La rehabilitación
pública le llega a DS en 1937 con el éxito de la Quinta Sinfonía, y
alcanza su cénit con la Séptima,
compuesta en el Leningrado cercado por las tropas nazis, cuyos movimientos
rezumaban ardor patriótico y épica resistente, según las críticas unánimes. Sin
embargo, en 1948, una nueva purga contra el formalismo carga contra la
vanguardia musical que forman Prokófiev, Khachaturian y el propio Shostakovich
que es destituido de su puesto en el Conservatorio de Leningrado.
Para
recuperar la unción oficial le tocó leer discursos que no había escrito en un
Congreso para la Paz Mundial celebrado en Nueva York, e incluso afiliarse al Partido Comunista para ser nombrado
secretario general de la Unión de Compositores. En definitiva, la vida de uno
de los grandes músicos del siglo XX fue un atroz dilema entre los aplausos y el
temor al destierro, entre la Gloria y el Gulag.
JOSÉ RAMÓN TORRES GIL.
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