A veces pienso que algo de lo que escribo en estas
páginas, hacen recordar a algunos lectores, los años de su niñez, y la verdad
es que solo pretendo arrancar alguna sonrisa nostálgica y cariñosa a los niños
y niñas de los 50. Entonces la gran mayoría éramos muy
respetuosos con nuestros mayores, siendo los juegos nuestra droga, sacándole
todo el jugo que podíamos; a veces con el bollo, de 1’10 ptas, con aceite y
azúcar en un bolsillo, y el trompo en el otro, nos dábamos unas palizas de
jugar a la pelota, o algo parecido al fútbol, en cualquier lugar, ya fuera una
bocacalle, plazoleta o el frontón del parque Lobera de Melilla. Imagínense como
quedaba el pantalón. Y todo era porque si se lo dábamos a alguno para que te lo
guardase: “Te lo guardo, pero pido parte”, y no duraba ni un minuto en
sus manos. Había que jugar, correr, mear y comer al mismo tiempo, y si no
podías, te jodías, y el pantalón lo dejabas hecho una mierda lleno de
lamparones, con la consiguiente bronca de tu madre y algún pellizco de tu
hermana mayor, por ser ella la que casi siempre lo lavaba. Entonces se hacía a
mano, en un lebrillo gigantesco, o en la pila en el patio, con el jabón verde
(El Lagarto) y el famoso azulete para
darle “frescura”. Éste era como
una especie de tiza azul que se envolvía en un trapito, y con cuatro meneos en
el agua, quedaba la ropa como los “chorros del oro”.
Un día de septiembre que Melilla estaba de feria,
y a su plaza de toros la vistieron de limpio para recibir a los toreros mas
famosos de aquél tiempo, me ocurrió una cosa, todo lo contrario a lo comentado
antes. Toda mi ropa se lavó con agua procedente de la aguada del río Oro, que
era donde mi padre repostó la regadera que conducía aquél día. Como sabrán las
regaderas, o camiones de bomberos, tenían un depósito con varios compartimentos
que se comunican entre si, y una o dos portezuelas, como las de los submarinos,
con sus tapaderas por donde se carga el
agua. Aquella mañana mi padre, después de que yo le diera el tostón, queriendo
que me llevase a los toros, me citó a las 4,30 de la tarde en la puerta de la
plaza, que hay junto a la Gota de Leche. A la hora, y sitio convenido, yo estaba
esperando, con toda la ilusión de niño bueno, a que mi padre apareciera
conduciendo su gran regadera colorada
Leyland, y junto a él el ayudante que
siempre le asignaban, y me van a permitir omitir su nombre por si los
familiares se mosquean, aunque deben saber que lo comento con todo mi cariño y
la amistad y respeto, que siempre le guardó a mi padre, su amigo, que desde
aquél día creo que dejó de serlo. Cuando mi padre detuvo la regadera para que
le abriesen las puertas, y el ayudante me vio,
todo pasó en un instante: se puso de un salto en el pasillo de las
mangueras que rodea el depósito, y
alzándome por los brazos como a un pelele abrió una tapadera y ¡hala!, de pie
me metió en él, y menos mal que no lo cerró. Mi padre, ajeno a todo y creyendo
que yo no había ido porque pensaba que me daba vergüenza que me colase gratis a
los toros, metió la primera y aparcó la regadera junto al camión gris que
transportaba la carne por Melilla. Nada mas bajar de la camioneta e hincándose
un Montecristo de un palmo en la boca y sin encender aún, ve mi cabeza toda
mojada con los ojos alegres y risueños, diciéndole algo parecido a: "...¡ Eh!
papa, que estoy aquí”. Aquello era una aventura para mi, que un señor
mayor, compañero de mi padre, me introdujera vestido de domingo, porque eso
sí, iba hecho un pincel, porque mi madre me había puesto como un San Luis,
con mi pantalón corto recién planchado, mi camisa-pescadera, de marinero, de
las que tienen cordones en vez de botones, hecha por ella, y las botas de
cuero, marca “El Gorila”, con tachuelas, de color marrón, compradas en “El
Camello”, en la calle Margallo, recién lustradas en la esquina de la
Perfumería Levantina, Avenida con Castelar, acodado, muy chulo yo, en el filo
del depósito, y mi cuerpo bamboleándose con el agua sin pensar que si me
soltaba, caía en el interior, y quizá no estuviese escribiendo ésta anécdota.
Lo que sí recuerdo es que ya había hecho la comunión, -10 años-, si no mi madre
no me hubiese dejado ir solo; ella decía, siempre que le pedía ir con los amigos al Centro, que cuando
hiciera la comunión podría incluso ir hasta el parque Hernández; lo que sí
había que sumarle cuarenta y dos que eran los que mi padre me llevaba en edad.
Bueno, pues con sus cincuenta y tantos tacos, el viejo dio un salto al depósito
de agua, que muchos saltadores quisieran hacer en cualquier olimpiada,
sacándome de un tirón como a un pelele en remojo. La verdad es que no sé que
pudo ocurrirle en los brazos, para que
me aupara como una pluma, siendo mi peso el de un niño fuertote y sano. Me
imagino que la adrenalina y el susto que
se llevó el pobre mío, hicieron que su cuerpo, por un momento, multiplicara sus
fuerzas por diez. Las explicaciones, con
algún vapor etílico, que le daba su ayudante, no le valieron en absoluto. Muchos años después, en el Bar La Parada, en
el Puente del Tesorillo de Melilla, le pregunté a este buen señor el motivo que
le impulsó para que llevara a cabo aquélla peligrosa broma, con un niño de 10
años, y su contestación fue que jamás lo había olvidado, ya que su hazaña, muy
recriminada por las personas que estaban presentes en el patio de caballos, le
hicieron avergonzarse, y arrepentirse. Yo estoy seguro, que mi padre, que no
era nada rencoroso, mientras pasean por los patios del Cementerio de La Purísima,
le estará diciendo que olvide el
disgusto que le hizo pasar aquél día de toros.
Juan J. Aranda
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