Artículo de Francisco Javier Blázquez Ruíz,
Catedrático de Filosofía el derecho. Bioética e Inteligencia artificial.,
Universidad Pública de Navarra
Aunque María Zambrano sea considerada por
la Enciclopedia Oxford de Filosofía la figura femenina más importante del
pensamiento español en el siglo XX, sigue siendo una autora desconocida en España, más
allá del ámbito académico y las aulas universitarias.
De poco ha servido que le otorgaran en
1981 el Premio Príncipe de Asturias de
Comunicación y Humanidades, o
que la Universidad de Málaga la nombrara
Doctora Honoris Causa un año después, en 1982. Tampoco que fuese la primera mujer en recibir el Premio
Cervantes en 1988.
Nacida
en 1904 en Vélez (Málaga), María Zambrano pudo recibir de sus padres, maestros
de profesión, una educación liberal en una época en la que más de la mitad de
la población permanecía lastrada por el analfabetismo. Fue una de las pocas
alumnas que cursó estudios de filosofía en la Universidad Central de Madrid (la
actual Complutense) y acudió a las clases de eminentes pensadores como Xavier Zubiri y Manuel García Morente. Formó parte también de la tertulia de
la Revista de Occidente.
A pesar de su compromiso con la República,
como su maestro Ortega y Gasset, se mostró escéptica y decepcionada ante
la dinámica seguida por la política de partidos. De hecho, Zambrano prefirió la
educación y la reflexión filosófica como herramientas de transformación social.
Su aportación le parecía más profunda y fructífera dado que “la acción de preguntar
supone la aparición de la conciencia”.
Posteriormente, en enero de 1939, inició
el exilio que le llevaría a pasar años difíciles en el extranjero con estancias
docentes discontinuas en países latinoamericanos y europeos como México, Cuba,
Puerto Rico, Italia y Suiza hasta que regresó definitivamente a España en 1984.
La
filosofía y la razón poética
Pensadora innovadora, sus obras giran en
torno a la dimensión espiritual de los seres humanos, la búsqueda de principios
morales y la necesidad de mantener un diálogo profundo y permanente con el
entorno que nos rodea. Consideraba que el hombre es el ser que alberga dentro
de sí un vacío que ha de llenar:
“El anhelo es la respiración del alma,
la manifestación de la esperanza. El anhelo es como el viento que llena las
velas, pero luego necesita esperanzas para avanzar. Por el contrario, la
desesperanza lleva el barco a las rocas y al hundimiento”.
María Zambrano aspiraba a desarrollar una
filosofía humanizada, capaz de transformar el rostro gris de un mundo que se
muestra árido y a veces hostil. Buscaba un horizonte en el que las personas
pudiesen recuperar el impulso de su fuerza creadora y fuese posible expresarse
también de la mano de la sensibilidad, no solo desde la vertiente racional: “la
cultura es el despertar del hombre”.
Entre sus obras, además de Senderos, El hombre y lo divino, El pensamiento vivo de Séneca, La agonía de Europa y La tumba de Antígona, destaca Claros del bosque, publicada en la Revista de
Occidente tras fallecer su hermana Araceli. En ella se plantea los
interrogantes más acuciantes del ser humano y defiende la necesidad de una
razón poética.
Esa razón poética –su principal aportación
filosófica y que se diferencia de la razón meramente especulativa que ha
caracterizado a la historia del pensamiento occidental– trata de reivindicar
los orígenes de la filosofía griega cuando la poesía y la filosofía iban de la
mano, cuando convivían y no estaban separadas. No podemos disecar –argumentaba–
la vida mediante la abstracción y el uso instrumental o técnico que aporta la
razón.
Esta razón poética trata de afrontar las
necesidades propias de la existencia humana sin rodeos, y se torna mediadora
entre la vida y el ámbito de la verdad. En la última época de su vida, su
filosofía se caracterizó también por incorporar una profunda religiosidad,
cercana al misticismo de San Juan de la Cruz.
Vuelta
a España
Después de un exilio de 45 años, María
Zambrano regresó a Madrid a la edad de ochenta años. Durante ese largo periodo
mantuvo vivos vínculos emocionales e intelectuales con la realidad de España:
su historia, tradiciones, esencia, sus crisis permanentes, todo lo cual se
convirtió para ella en tema recurrente de sus textos escritos.
Deseaba regresar desde hacía tiempo, pero
era consciente de que la experiencia del exilio había impregnado tanto el curso
de su vida como el itinerario de su pensamiento: “yo no concibo mi vida sin el exilio que
he vivido”.
A pesar de su estado de salud cada vez más
deteriorado, María Zambrano siguió escribiendo y colaborando con diversas
publicaciones. Sus reflexiones, tan lúcidas como incisivas, siguen
interpelándonos desde entonces.
El
mundo de hoy según Zambrano
Para María Zambrano vivimos instalados en
la superficie, sometidos al culto de la velocidad que parece atarnos de pies y
manos. Esa actitud de continuo frenesí genera una sensación de desconcierto, de
extrañeza y de pérdida del sentido del mundo. El progreso económico y
tecnológico va a la par de una crisis espiritual que se nutre de un
empobrecimiento moral progresivo. Esa crisis del espíritu provoca malestar,
tanto personal como social.
Entre tanto, el mundo ha quedado despojado
del alma y nuestra vida se vuelve cada vez más impresionista y superficial.
Vivimos hacia fuera, vertiendo nuestra mirada al exterior, pero no somos dueños
de nosotros mismos. Por el contrario, nos mostramos cada vez más dependientes e
incluso superficiales. Como consecuencia, desaparece día a día la autonomía
personal y deja de cultivarse la creatividad artística. También van perdiéndose
el sentimiento poético y la sensibilidad.
Tras regresar del exilio y fallecer en
Madrid el 6 de febrero de 1991, María Zambrano fue enterrada en su ciudad
natal, Vélez (Málaga), a la sombra de un limonero en el cementerio local, por
expresa voluntad suya. Volvía a su origen, para descansar en las entrañas de la
tierra andaluza que la vio nacer. Allí reposan también los restos de su hermana
Araceli, a la que dedicó todos sus cuidados en los últimos años de su vida.
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