Una imagen que resulta poco alentadora y que mueve
a la reflexión es aquella que vemos cuando asistimos a determinados
espectáculos culturales, como puede ser un concierto de música clásica, una
sesión cinematográfica, una representación teatral o incluso cuando nos
desplazamos a un museo u otro centro de exposición o modalidad artística. En
todos esos casos, hay días y momentos en que observamos el amplio número de asientos que se han quedado vacíos de
espectadores durante el comienzo y en el desarrollo del espectáculo. A
nuestra mente y sentimiento viene esa frase de ¡Qué perdida de oportunidad!
Todos podemos recordar en nuestra memoria las
veces en que hemos ido a una sala cinematográfica y nos hemos encontrado
acompañados por muy escasos espectadores. En alguna ocasión, sólo estábamos
cinco o seis personas en la sala, cuando el aforo contenía cien, doscientas o
trescientas localidades. Ciertamente no eran sesiones desarrolladas durante los
fines de semana o en películas afamadas y premiadas en los certámenes
nacionales o internacionales. Pero tener la sala en estas condiciones era
verdaderamente desalentador.
Ese desaliento no afecta sólo al espectador, sino
también a los actores que interpretan una obra teatral, a los profesores que
constituyen la orquesta, al propio empresario de la sala o al dirigente de la
Administración que dirige la política cultural. La tristeza anímica también la
debe tener el vigilante de una sala expositiva, cuando a lo largo del día sólo
han entrado 5 o 6 o incluso menos personas para ver el material expuesto.
Para compensar ese desánimo, vienen de inmediato a
nuestra mente algunas posibles y eficaces
soluciones, que evitarían o paliarían ese otro “espectáculo” de tan
numerosos asientos vacíos o centros expositivos con tan escaso número de
visitantes.
Como mayoritariamente son espectáculos culturales
(cines, teatros, conciertos, centros de exposiciones y museos) pensamos en
aquellos sectores de la población que bien podrían aprovechar
esa carencia asistencial que no hace bien a nuestra formación,
entretenimiento y equilibrio vital. Esos dos sectores de la demografía están
representados por la población escolar (principalmente infantil y adolescente)
y por las personas de la tercera edad, ya jubiladas. En uno y otro sector habría
numerosos espectadores potenciales para ocupar, de manera apreciable, ese mar
aletargado y somnoliento de las butacas vacías.
En el caso de la población
escolar, los centros educativos, junto con la propia Administración,
podrían negociar con cines, teatros, salas de conciertos y centros expositivos
la “compra” de entradas, a precios muy reducidos, prácticamente simbólicos,
para ser utilizadas por los alumnos en determinadas franjas horarias y días de
la semana. Esas localidades serían entregadas a los alumnos de los centros,
como premio a su esfuerzo o con un sistema rotatorio adecuado. Las propias
asociaciones de padres de alumnos podrían intervenir en esta no difícil
gestión, con su apoyo económico y también organizativo.
Con respecto al cada vez más numeroso sector de los pensionistas, personas con amplia
disponibilidad horaria para acudir a los espectáculos, las empresas dedicarían
un número de localidades por sesión, para ser adquiridas por estos ciudadanos
mayores también a un precio simbólico. Pagar uno o dos euros para ver una
película o asistir a un concierto no sería demasiado gravoso para este segmento
de la población de la tercera edad. La administración local, regional o central
también podría compensar a estas empresas privadas con aportes económicos.
En uno y otro caso, se conseguirían interesantes ventajas para todos los factores y
sectores implicados. Las empresas incrementarían
de forma notable el número de espectadores, con la rentabilidad subsiguiente
para el propio establecimiento. Aunque el número de entradas a low cost fuera
importante, es más interesante “ganar” algo que no tener ingresos por las
butacas vacías.
La población infantil y adolescente se
educaría y aficionaría a la música culta, al mejor cine, al teatro y a las
visitas guiadas de museos y centros de exposiciones, a fin de ir cimentando su
necesario e imprescindible enriquecimiento cultural.
Las personas ya jubiladas encontrarían
numerosos incentivos, con un coste muy limitado y asumible para sus bolsillos.
Amenizarían su amplio tiempo libre con elementos culturales, muy importantes
para su entretenimiento y formación.
La política cultural de las
distintas administraciones públicas también encontraría un medio
sugerente y eficaz para completar su propia acción cultural y justificaría las
inversiones que realiza, en este caso centradas en dos importantísimos sectores
de la población: la que se halla en su fase de formación reglada y aquella
otra, porcentualmente cada vez más significativa por el incremento de la
esperanza de vida, como son los mayores de sesenta años.
¿Por
qué desaprovechar todas estas ventajas para mejorar la acción cultural, en una
sociedad cada vez más necesitada de ofertas culturales que enriquecen la mente
e iluminan el sentido más noble de la existencia?
José
L. Casado Toro
Febrero
2023
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