Delfín, nunca
había estado presente en una corrida de toros, a pesar de que su padre, de nombre
Geminiano, entre las variadas ocupaciones
con las que se ganaba la vida, también trabajaba como acomodador y portero en
la plaza de toros de la Malagueta, durante los días en que había corrida. Pero una
mañana de agosto ese niño de nueve años pidió a su padre, de manera sorpresiva,
que le gustaría asistir a uno de los festejos taurinos, precisamente durante la
semana festiva de feria. Tanta fue su insistencia, mediando su madre Amanda, que Geminiano al fin accedió a llevarlo a
la Plaza, en un caluroso viernes agosteño de 1959. Esa tarde ofrecían un cartel
de tronío. Toreaba Antonio Ordóñez, Diego Puerta y Paco Camino, con toros del
Conde de la Corte.
El
festejo comenzaba a las cinco de una tarde intensamente soleada, con el cielo
coloreado de un celeste brillante. Geminiano tenía que estar en la puerta
número 3 desde las 16 horas, por lo que antes de ocupar su puesto de control colocó
a su hijo en una de las bocanas del tendido de sombra, para que se sentara en
uno de sus bordes. Sabía que esa tarde prácticamente todas las localidades del
coso taurino estaban compradas. Los vendedores de cervezas y gaseosas ya estaban
haciendo “el agosto”, pues el intenso calor favorecía la venta de sus productos
entre los alegres ocupantes del graderío. El hijo de este portero estaba
vestido con una gorrilla deportiva, camiseta beige, pantalón corto azul y
calzaba unas sandalias. Portaba en sus manos un gran paquete de palomitas de
maíz, que su madre Amanda le había preparado para que disfrutara la tarde.
Estaba algo nervioso, pues era la primera corrida de toros que iba a presenciar
en sus nueve años de vida. Pronto la plaza se llenó al completo de turistas
extranjeros y de aficionados nacionales al arte del toreo. Se respiraba un
ambiente de fiesta, mezclado con el humo aromático/embriagador de los puros
habanos que fumaban los espectadores más pudientes. La banda municipal de
música ya estaba preparada para acompañar con su música el paseíllo de los
espadas que iban a intervenir en la lidia y también después en las fases del
toreo. Los tres matadores, acompañados de sus respectivas cuadrillas, estaban
preparados para iniciar el paseíllo, luciendo sus brillantes y cromáticos
trajes de luces.
Al
redoble del tambor, salió el primer astado de los chiqueros de la plaza.
Después de un variado trasteo por los miembros de la cuadrilla del primer
maestro, llegó el turno de los picadores a caballo. La primera impresión para
ese niño de nueve años fue muy desagradable, al ver a esos fornidos picadores,
montados en los bien protegidos corceles con amplios y grueso faldones de guata,
como frenaban con fuerza el ímpetu del astado clavando y barrenando en el recio
lomo del animal esa larga pica de madera que finalizaba en una fuerte punta de
acero, que provocaba sin duda un gran daño y un fuerte dolor. Desde esa
hendidura que le hacían al animal, manaba ya abundante sangre, cuyo color rojo
se mezclaba y corría por la negra piel del bovino, hasta ir cayendo en el
albero amarillo del suelo de la plaza.
Tras
esos envites de la suerte de picas, llegó la segunda suerte: la de banderillas.
Delfín permanecía un tanto asustado y
asombrado al ver como el sufrimiento del animal, con sus continuos y dolorosos mugidos,
se mezclaba con las risas y vítores del “respetable” que continuaba bebiendo,
comiendo, fumando y aplaudiendo. Las señoras en la plaza no cesaban de mover
sus vistosos abanicos, mientras que los hombres, en las tórridas gradas de sol,
se cubrían sus cabezas con gorrillas y sombreros, protegiendo su visión con muy
variadas gafas de cristales tintados.
De
inmediato llegó el último tercio de lidia. El torero, el “maestro”, en el
centro de la plaza, se quitó la montera de su cabeza, brindando la faena que
iba a realizar al respetable, que aplaudía cada vez con más entusiasmo. Comenzó
entonces la faena, utilizando la muleta roja y ayudándose de la espada. El
toro, con la parte superior de su cuerpo destrozada y sangrando de continuo, en
la que aun prendían cuatro de las seis banderillas que le habían clavado, mugía
y mugía, cuando era “llamado” por el movimiento del diestro con su muleta. A
estas alturas de la lidia, Delfín ya había dejado de comer palomitas de maíz.
Se sentía impactado por el “espectáculo” y con el ánimo sobrecogido, al
contemplar el cruel maltrato que estaba sufriendo el animal. Los pasodobles
toreros, tocados por la banda, seguían sonando, mientras el matador seguía
dando pases y más pases, con su traje azul y oro ya manchado de sangre por los
roces del bovino cuando embestía. El público jaleaba la labor del torero con
oles y oles prolongados, mientras el animal seguía jadeando, herido y con cada
vez menos fuerzas en sus patas.
Y
llegó la hora de la muerte. Cesó la música y entonces el matador se colocó
perpendicular al animal que había toreado, se perfiló de puntillas y con la
espada señalando el cuerpo del toro, se lanzó con toda su fuerza para
hincársela en la parte superior del lomo. Pinchó en hueso. Pero, en su segundo
intento, hundió totalmente el largo acero en el cuerpo del animal. Aunque había
dado un poco elegante “bajonazo”, el público enfervorecido aplaudía con visceral
delirio. Las patas del animal, mortalmente herido, se tambaleaban, por su boca
no cesaba de manar sangre, pero aun así se resistía a caer a la arena del coso
taurino. El pobre animal, reculaba como podía hasta llegar a uno de los
burladeros. Un banderillero, perteneciente a la cuadrilla del maestro, entregó
a éste la espada de descabellar, instrumental cuya punta acababa en una
cruceta, bien afilada, para hundirla en la cabeza del animal moribundo. Al
tercer intento de descabello el toro cayó en la arena, ya sin vida y con las
patas levantadas. De su cuerpo lleno de sangre y polvo de albero le extrajeron
con destreza la larga espada sanguinolenta. De inmediato, la mayor parte del
graderío y de los pisos superiores se cubrieron de miles de pañuelos blancos al
aire, pidiendo a la presidencia de la corrida la concesión al matador de una de
las orejas del pobre astado. El verduguillo de la plaza, con su gorra en la
cabeza, cortó uno de los apéndices del animal, utilizando una daga bien grande,
entregándosela sonriente al torero como premio a su faena y muerte del rumiante.
Mientras, el matador con su cuadrilla, todos sonrientes, comenzaban a dar la
vuelta al ruedo, saludando y recibiendo los aplausos, vítores, piropos e
incluso ramos de flores, una cuadrilla de tres caballos arrastraba al toro
muerto camino del desolladero.
Geminiano,
que ahora estaba vigilando el orden en los pasillos bajo el graderío y en las
bocanas, acudió a ver cómo estaba su hijo Delfín. Cuando llegó a ese lugar, vio
a Delfín con el rostro desencajado y un tanto nervioso. Tras preguntarle qué le
ocurría, el niño explicó a su padre que aquella brutalidad que había visto no
le gustaba, que se quería marchar a casa y (lo que más impresionó a este
empleado de la Malagueta) que no comprendía cómo hacían tanto daño a un animal,
hasta acabar matándolo, atravesándolo con una espada. El padre abrazó al
pequeño diciéndole: “por todo eso, hijo mío, yo no
te había traído nunca a la plaza de toros. Comprendo perfectamente que te haya
parecido muy cruel y desagradable, todo lo que has tenido que ver en la lidia
de este primer toro. El sufrimiento y tanta sangre derramada de un pobre y
bravo animal, al que poco a poco le van quitando la vida. Vente, que te voy a
llevar al bar, para comprarte un refresco. No estamos lejos de casa. Voy a
pedir permiso para llevarte con mamá. Después vuelvo, para ayudar en el final
de la corrida”.
Delfín,
a lo largo de su vida, nunca más fue a ver una corrida de toros. Cuando
transmitían algún festejo taurino, apagaba de inmediato la imagen de su
televisor. Se considera con firmeza un racional “opositor” de esta cruel y
sangrienta “fiesta nacional”.
José
L. Casado Toro
Marzo
2023.
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