Hace
ya más de seis décadas, numerosos niños y adolescentes aprovechaban sus horas
de ocio fuera de los centros escolares para ir a jugar al fútbol en diversos
espacios de la ciudad. Uno de los más utilizados y concurridos, por lo
apropiado de su extensión, se encontraba en el barrio de Martiricos, junto al
cauce lateral izquierdo del río Guadalmedina (el río de la ciudad) a no muchos
metros de su desembocadura en el azulado mar de la bahía malagueña.
Era
una amplia zona de planimetría horizontal, poblada por una gran arboleda de
altos eucaliptos, fustes arbóreos que se aprovechaban para instalar entre ellos
las porterías “simuladas” y sin redes de un estadio deportivo. ¿Qué
edificaciones había en ese largo paseo que finalizaba, caminando hacia el norte,
con el estadio de fútbol del C.D. Málaga, denominado La Rosaleda? En el lateral
derecho, junto al río, sólo estaba el colegio infantil El Mapa. Enfrente del
mismo se construyó, a comienzos de los sesenta, la Escuela de Comercio y el
Instituto de bachillerato Ntra. Sra. de la Victoria. A continuación de este
prestigioso centro de secundaria, se levantó la gran fábrica de telefonía
Citesa (posteriormente bajo la denominación Alcatel) y, en esa misma década, la
nueva rotativa e instalaciones del diario SUR, trasladadas desde la esquina de
la Alameda de Colón. A comienzos de los años 70 comenzaron a funcionar dos
nuevas instalaciones, a continuación del colegio El Mapa: el Parque central del
Real Cuerpo de bomberos y la Escuela Oficial de Idiomas, con lo que el amplio espacio
de la antigua parcela entre árboles se fue notablemente reduciendo, siendo
además utilizada los domingos para la instalación de los puestos del Rastro,
mientras que los lunes daba “cobijo” al mercadillo semanal de frutas, verduras
y ropa. La zona, en general, fue utilizada también como aparcadero de
vehículos, ya que no se encuentra lejos del centro de la ciudad.
En
la actualidad, la muy veterana parcela de los juegos ha desaparecido. En el lateral
izquierdo, la fábrica de Alcatel ha dado paso a un bien construido bloque de
viviendas, al que sigue un muy oportuno y bien diseñado parque para el ocio, el
descanso y la convivencia. Pero en el lateral derecho, junto al paredón del
cauce del río y a partir de la E.O.I. ha surgido una enorme construcción de dos
edificios adjuntos de 30 plantas cada uno, con una altura de 106,67 metros (la
torre de la Catedral malacitana sólo tiene 87 m). Es uno de esos enormes
“rascacielos” que la política municipal (regida por un alcalde que lleva en su
puesto, por decisión de los votos ciudadanos, casi 23 años) ha decidido
autorizar para su instalación en distintos puntos del perímetro urbano (tres
bloques de 75 metros al final del Paseo Marítimo del Poniente: las elevadas torres
de Málaga litoral, con 21 plantas; las cuatro torres de entre 105 y 126 metros,
previstas para los terrenos de los antiguos depósitos de Repsol, de entre 29 y
35 plantas, con la oposición de numerosos colectivos ciudadanos; y, sobre todo,
la insensata intención municipal, también fuertemente contestada por diversas agrupaciones
culturales y vecinales, de una gran torre (parece que de uso hotelero,
fundamentalmente) de 116 metros, en el espigón del puerto de levante, que
taparía “literalmente” la función luminosa y estética de la emblemática e
histórica Farola de Málaga, construida en 1817, para guiar en la orientación a
los pescadores malagueños y a las embarcaciones que se acercaban a nuestra
serena bahía portuaria).
En
el caso de las dos torres de la barriada de
Martiricos, la estética de la zona ha quedado fuertemente condicionada y
lastrada por esos enormes edificios “colmena” que tapan desde el sur de la
ciudad la visión de las colinas norte que conforman el valle del Guadalmedina.
Son torres “rompedoras” del paisaje, gigantescos “monolitos colmeneros” que, en
su arrogante verticalidad, pueden divisarse desde diversos y alejados puntos de
la ciudad. La estética de esos dos rascacielos es más que dudosa y el riesgo de
tan excesiva altura, construida en zona o terreno fluvial (agua “frenada” en el
embalse del Limonero o Limosnero) se acrecienta porque no se percibe, a simple
vista, que haya intención alguna de adjuntarle las necesarias y seguras escaleras
exteriores para incendios -106 metros desde el suelo- (pues taparían las
ventanas de numerosas viviendas de elevado costo, por su centralidad en la
planimetría urbana malagueña).
La
política urbanística suele ser casi siempre discutible, qué duda cabe. Se
entiende que con la modernidad de los años una ciudad tiene que crecer, tanto
en la linealidad horizontal, como en la verticalidad, dado el incremento
natural o migratorio de la población. Málaga, ahí están las cifras, es una
ciudad en constante crecimiento demográfico. Por la excelente bondad de su
clima, por sus buenas comunicaciones con el resto del territorio nacional e
internacional (a pesar de ese “doloroso lunar” de carecer de un completo y más
que necesario tren litoral -sólo llega hasta Fuengirola- que la comunique con
los municipios occidentales costeros, hasta la propia Algeciras), por su auge
económico, social y cultural, junto a la sana alegría y hospitalidad de su
gente. Pero sembrar el espacio urbano, con estos “mamotretos” de cemento y
hormigón, que se ufanan con osadía de querer “arañar” a un cielo
mayoritariamente celeste/azulado, en el que las nubes apenas molestan, siendo
generosas para dejar pasar el saludo térmicamente cálido y diario del astro
solar, supone, en definitiva, una gestión urbanística penosamente infortunada.
Ciertamente,
la antigua ciudad fenicia se ubicó entre las estribaciones orográficas de la
baja penibética y la bahía mediterránea malacitana. Obviamente, nuestra ciudad
no puede crecer hacia el sur. El norte opone el freno orográfico de esas
colinas, que dificultan el avance urbanístico. El este está excesivamente
densificado. El único crecimiento favorable es el avance por el espacio
occidental (zona universitaria de Teatinos y barriada de El Cónsul). Pero esta
limitación geográfica-estructural no debe ser aprovechada por la “oscura”,
manipulada e interesada especulación constructiva en exagerada altitud, para
“hacer negocio” a costa de esas cortinas infames que cercenan la llegada de la
luz solar, la innegociable oxigenación de los espacios verdes y la limitación
visual de un entorno natural que enriquece y vitaliza el ánimo de sus
habitantes. Y, además de todo lo expuesto, nos duele la degradación estética
que nos infieren esas inoportunas, carentes de belleza y discordantes moles,
erguidas sobre la focalización de nuestros ojos y los rítmicos latidos de
nuestras almas. Apelamos a la lúcida sensatez y a la inexcusable racionalidad
de los administradores públicos, para que el desacertado hacer en el hoy no
hipoteque, sin solución, el mañana generacional. -
José
L. Casado Toro
Enero 2023
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