Artículo de Juan
Ignacio Pérez Iglesias, Presidente
del Comité Asesor de The Conversation España. Catedrático de Fisiología,
Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea.
Publicado en la revista digital The Conversation.
Si
le hacen análisis de sangre con frecuencia, es posible que recuerde cuál suele
ser su concentración de ácido úrico. No es aconsejable que tenga usted más de 7
mg por decilitro (mg/dL); los valores normales se encuentran entre 3,6 y 6,5
mg/dL y entre 2,5 y 6,5 mg/dL, en hombres y mujeres respectivamente. El ácido
úrico es muy insoluble, por lo que tiene la mala costumbre de formar cristales
y acumularse en lugares donde puede hacer mucho daño.
Lo que quizás no sepa es que la mayoría de los
mamíferos tienen concentraciones de ácido úrico mucho más bajas que las
nuestras, entre 1 y 2 mg/dL. No se trata de una excepción exclusivamente
humana. El fenómeno es común a dos familias de primates, Hylobatidae (gibones)
y Hominidae (grandes simios), esto es, orangutanes, gorilas,
chimpancés, bonobos y seres humanos. Todos nosotros carecemos de uricasa, la
enzima que permite que se degrade el ácido úrico a sustancias más solubles, que
son después eliminadas en la orina.
Ya
hace unos 60 Ma (millones de años), cuando los primates divergieron del resto
de mamíferos, se empezaron a producir cambios en la uricasa que provocaron una
pérdida progresiva de su capacidad catalítica. Pero para las dos familias antedichas las cosas cambiaron de forma mucho más drástica hace
cerca de 20 Ma. Desde entonces, en los dos linajes -gibones, por un
lado, y grandes simios, por el otro- y de forma paralela, el gen de la uricasa
se ha convertido en un pseudogén. En otras palabras, se ha averiado,
no produce la enzima y, como consecuencia de ello, nuestros niveles de úrico en
sangre son muy altos, entre 3 y 10 veces más que los de los demás mamíferos.
Lo
sorprendente es que la avería del gen de la uricasa se extendiese y haya
perdurado en el tiempo. Si los efectos de la pseudogenización, por no limitar
las posibilidades de dejar descendencia a los individuos afectados, fuesen
simplemente neutros, podría ocurrir que hubiese individuos con el gen averiado
y otros con el gen funcional. Pero si todos los individuos de las especies
afectadas carecen de la capacidad para degradar ácido úrico, es posible que de
ello se derive alguna ventaja.
Hay
evidencias empíricas, observacionales y experimentales, de que el ácido úrico
facilita la conversión de la fructosa -el azúcar característico de la fruta- en
grasas. Esto es una mala noticia para quienes tenemos alto el ácido úrico y
comida abundante a diario. Pero quizás sea buena para quienes tienen acceso a
abundante fruta en ciertas épocas del año, pero sufren privación durante largos
periodos de tiempo, probablemente en invierno.
Cabe
especular, por tanto, con la posibilidad de que hace entre 15 y 20 Ma, al
comienzo del Mioceno, cuando se enfrió el planeta, el entorno en el que vivía
el ancestro común de los grandes simios, y también el de los gibones, se
hiciese más estacional de lo que era, con inviernos más severos. De ese modo,
los frutos, uno de los principales sustentos de nuestros antepasados, pudieron
desaparecer o escasear mucho durante el invierno, de manera que habría resultado de gran valor contar con un mecanismo
mediante el que la fruta disponible en periodos de abundancia pudiese
transformarse en reservas de energía que ayudasen a superar el invierno hasta
la llegada de la siguiente estación de bonanza.
Si
tiene el úrico alto o, incluso, padece de episodios de gota, esta hipótesis
seguramente no le dará ningún consuelo, pero al menos le ayudará a entender
mejor la causa última de su infortunio.
La versión original de este artículo fue
publicada en el Cuaderno de Cultura Científica de la
UPV/EHU.
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