Artículo elaborado
por Begoña García Navarro, Profesora
Departamento de Enfermería. Directora de Salud de la Universidad de Huelva.
Investigadora Grupo ESEIS. Directora Grupo AFLV de investigación INVESTIGA+.,
Universidad de Huelva, María José
Cáceres Titos, Departamento de Enfermería, Universidad de Huelva y Pedro Sosa Rojas, Médico especialista
en Medicina Interna. Experto Avanzado en Cuidados Paliativos por el Servicio
Andaluz de Salud, Junta de Andalucía y publicado en la revista digital The
Conversation.
El dolor de una
pérdida o duelo supone una ruptura inesperada con lo que ha sido nuestra vida
hasta ese momento. La percepción de las cosas cambia, todo se ve de una forma
diferente y necesitamos un tiempo para adaptarnos. Tras la pérdida, nos vemos
inmersos en una crisis emocional que puede servirnos para crecer como personas
o para debilitarnos y enfermarnos, en función de cómo la afrontemos.
¿Cuándo se considera
superado? Podemos decir que hemos
completado un duelo cuando somos capaces de recordar
a nuestro ser querido sin sentir un dolor intenso, cuando hemos dejado de vivir
centrándonos solo en el pasado y en lo que podría haber sucedido si no hubiera
fallecido.
El
dolor que despiertan las ausencias durante la Navidad
Las Navidades son
fechas delicadas, eso lo sabemos todos, pero especialmente los sanitarios que
hemos acompañado a familiares y pacientes que pasan largos periodos de tiempo
ingresados en nuestros centros de trabajo o están en etapas finales de la vida.
Más allá de las
creencias religiosas, en nuestra cultura estas celebraciones se caracterizan
por ser un intervalo de tiempo donde se celebra “la vuelta a casa”, el
reencuentro. Abundan las comidas y reuniones con familiares y amigos, donde se intentan
estrechar lazos.
En este contexto, la
Navidad se convierte para muchos en una especie de despertador del vacío y las
ausencias. Y vuelven a la memoria todas las personas que otros años se sentaron
a la mesa con nosotros en Navidad, todos aquellos que montaron una vez un Belén
o decoraron un árbol a nuestro lado como parte de la tradición, viviendo ahora
la sensación de “silla vacía”.
La expectativa de
tener que disfrutar y ser feliz en estas fechas, de cumplir con lo que se
espera de nosotros, puede empeorar la situación que viven muchas personas, con
un importante coste emocional.
La falta de recursos
para hacer frente a esas sillas vacías inunga de nostalgia y melancolía estas
fechas, provocando un sufrimiento producido ante la añoranza que puede llegar a
ser abrumador.
Cómo
gestionar la pérdida
El proceso de
elaboración del duelo implica reinstalar
dentro de uno mismo a los seres queridos, darles una
presencia interna en la que el ser perdido no sea un perseguidor interior que
genere culpa, sino buen recuerdo, con la dosis correspondiente de melancolía
asociada al duelo.
Para poder gestionar
el duelo, William Worden aconseja en primer lugar aceptar la realidad de la
pérdida, para posteriormente poder expresar los sentimientos, adaptarse al
entorno donde ya no está la persona y, por último, invertir energía emotiva en
otras relaciones.
Como hemos subrayado
antes, la Navidad es uno de los momentos donde se hace más visible la pérdida,
especialmente si el fallecimiento es reciente. No sólo por el recuerdo continuo
de quien ya no está, sino por la creencia imperante de que la Navidad implica
felicidad, una exigencia personal y social que insta a esforzarnos por cumplir
las expectativas, profundizando el sentimiento de pérdida.
Aunque no es posible
evitar el dolor que provoca la ausencia de un ser querido, podemos buscar
herramientas para gestionar estas emociones, tratando de encontrar un momento
para reflexionar con nosotros mismos y sobre lo que nos rodea. Conviene
conectar con nosotros mismos con una mirada diferente que haga aflorar las
relaciones que se crearon con la persona ausente y recordarle desde la
perspectiva del agradecimiento a lo vivido.
Hacerlo puede sacar a
flote ese amor presente en los momentos duros, en los turnos interminables
durante el acompañamiento en el hospital. Amor en el cuidado, amor de sofá, de
noches interminables de espera, de dolores de espalda y manos sostenidas a pie
de cama. Amor de comidas de cafetería, alimentado con bocadillos fríos y café
de máquina.
Amor a lo aprendido,
a lo vivido con la persona que se fue. Y sobre todo, amor hacia uno mismo por
el crecimiento obtenido tras la relación con el fallecido.
Este cambio de
perspectiva, aunque suponga un esfuerzo, puede ayudar a ver la luz entre el
cúmulo de soledad y tristeza presente en estas fechas, poniendo el foco sobre
lo mejor de nosotros mismos y de los demás.
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