10 marzo 2022

SUEÑOS Y PESADILLAS

 

        Sueñas que bajas unas escaleras interminables. El sonido metálico de tus suelas sobre los escalones desgastados retumba en las paredes húmedas, y el descenso parece no tener fin. Las lámparas en el techo están situadas apenas un metro por encima de tu cabeza y su luz mortecina alumbra pobremente el lugar, un túnel que desciende de forma abrupta dentro de las entrañas de la tierra y que cada veinte peldaños exactos se detiene en una meseta sin salidas, donde la escalera dobla sobre sí misma e inicia otro tramo descendente en sentido contrario. Te pesan las piernas, te incomoda el calzado que llevas y te asalta el pensamiento de si no será peligroso seguir adentrándose en el subsuelo, de si no llegarás a un punto de no retorno en el que te resultará imposible regresar a la superficie. Flaqueas, pero una mano parece empujarte levemente en la espalda, animándote a continuar, mientras una voz desconocida te susurra “sigue bajando, no puedes quedarte aquí”. Emprendes de nuevo el descenso tratando de identificar el lugar donde estás, pero ¿qué pista puede darte una escalera? No hay carteles ni señales en las paredes, recubiertas hasta media altura de baldosas cerámicas de color blanco que tratan de maximizar la pobre iluminación y recuerdan vagamente al pasillo de un hospital. Continúas durante tres o cuatro minutos más hasta perder la cuenta de las mesetas los niveles o pisos, imaginas que has dejado atrás, y, de repente, el túnel se oscurece en el último recodo. Te quedas parada dudando entre dos opciones igualmente odiosas: adentrarte sola en la boca oscura que tienes delante o volver sobre tus pasos en un ascenso que se anuncia fatigoso. Optas por lo segundo.  Al superar los seis rellanos sientes una asfixiante opresión en el pecho fruto de tu corazón acelerado por el esfuerzo físico, combinado con la angustiosa sensación de no avanzar. Tus doloridos pulmones cogen aire mientras pones un pie en el próximo peldaño, pero algo te detiene otra vez. Es un rumor sordo, lejano al principio, que va creciendo paulatinamente. ¿Pueden ser pasos?, te preguntas, y aguzas el oído, tratando de identificar el sonido. Sí, definitivamente son pisadas, pero no de una, sino de varias personas, y van acompañadas del tintineo metálico de hebillas, del sonido de cosas colgantes que golpetean contra las espaldas, contra los muslos, que rozan las paredes y el pasa manos. El rumor crece en volumen, los pasos se acercan y en su determinación apremiante detectas una oscura amenaza. No son pasos amistosos, son el trote de los cazadores buscando a su presa. Vences entonces la parálisis que había agarrotado tus piernas y echas a correr escalera abajo buscando el abrigo de la oscuridad que minutos atrás te había parecido aterradora. Y ahí está de nuevo ese recodo en sombras. Sacas del bolso el móvil y enciendes la linterna para empezar a bajar mucho más despacio, tanteando con la mano libre la pared, fría y mojada. Más que mojada, chorreante, en realidad. Tus pisadas se han convertido de repente en chapoteo, y sientes la humedad que penetra por las suelas de tus elegantes botines de piel de tacón de aguja. Mientras maldices en voz baja, apuntas con el móvil hacia el suelo y descubres que tus pies están casi completamente sumergidos en agua. Dudas otra vez, pero el rumor se acerca y das un nuevo paso, que hace que el agua llegue a la altura del tobillo. En el siguiente, tu pie tropieza bruscamente en el suelo, que no desciende más. Elevas el móvil y el haz de luz descubre que la escalera ha terminado para convertirse en un lóbrego túnel, rematado en forma de arco de medio punto, por el que tienes que avanzar casi encogida para evitar golpearte con la cabeza en el techo demasiado próximo. Caminas chapoteando entre la fetidez del agua estancada, rogando que ninguna criatura repugnante habite en ella y, tras una interminable treintena de metros, encuentras una puerta metálica que se eleva unos palmos sobre el suelo y es redondeada en sus esquinas, parecida a la de los barcos. Permaneces unos segundos en silencio y vuelves la vista hacia la oscuridad que has dejado atrás. El ruido de pisadas se ha detenido, sustituido por el de voces que gritan cortos mensajes en un idioma que no comprendes, pero que suenan aterradoramente próximas y retumban en el reducido espacio. Tus músculos se tensan de forma involuntaria cuando crees vislumbrar un haz de luz al otro extremo del túnel. Deduces que quienesquiera que sean tus perseguidores ya han alcanzado el final de las escaleras, y tú estás atrapada en una ratonera. Bajas con fuerza la manija metálica y empujas el hombro contra la puerta, sintiendo cómo los remaches se clavan en tu piel. La hoja cede, pero sólo unos centímetros. Redoblas tus esfuerzos, y los goznes chirrían escandalosamente en la oscuridad delatando tu posición. Presa ya del pánico, cargas una tercera vez contra el obstáculo y en esta ocasión la puerta se abre totalmente, pero pierdes el equilibrio y caes al otro lado. Allí hace más frío, pero la sensación de humedad se ha atenuado y, de hecho, el suelo al otro lado del marco se encuentra seco. Hay luces de emergencia espaciadas en las paredes que desvelan parcialmente un lugar amplio sembrado de pilares de hormigón pintados en color blanco y rojo, y comprendes que se trata de un parquin subterráneo. Las voces aumentan de volumen y los pasos se han convertido en chapoteo, así que te incorporas buscando un lugar donde esconderte. Avanzas a media carrera entre el bosque de columnas tratando de localizar una puerta por donde escapar o, cuanto menos, un hueco donde ocultarte. Finalmente, ves a lo lejos un único y solitario automóvil aparcado en una esquina del recinto. No hay otra salida y corres hacia él esperando que sea un escondite adecuado. Al acercarte compruebas que se trata de un coupé negro, de aspecto amenazador, sobre todo porque tiene las ópticas delanteras ocultas tras una rejilla negra que cubre de extremo a extremo el frontal imponente. Siempre has pensado que los faros son como los ojos de los coches, y los que los tienen escondidos a la vista te recuerdan a un enmascarado, como si el vehículo quisiera ocultar su rostro. No hay tiempo para digresiones banales y te ocultas como puedes detrás de la carrocería. Tientas con la mano la cerradura, pero, como cabría esperar, la sólida puerta está cerrada con llave.  Tiemblas de miedo, sin poder evitarlo, porque las pisadas de tus perseguidores retumban ya en el aparcamiento y los haces de las linternas recorren las paredes y las columnas, en busca de la pieza que quieren cobrarse. Palpas la fría chapa del automóvil como implorando su ayuda, mientras los pasos se acercan más y más y suena un disparo.

 

* * *

 

        Suena un disparo en la calle y la joven abre los ojos con dificultad mientras recobra con lentitud la consciencia. Siente un dolor agudo en la parte inferior de su pierna derecha, oculta bajo los restos de una parte del techo que se ha desprendido, y que le permite una visión parcial de la planta inmediatamente superior, al parecer, en llamas. El humo y el polvo reinantes hacen que la muchacha tosa violentamente, e incorpora con dificultad su tronco hasta reposar la espalda contra una pared que tiene detrás de ella. Intenta mover el miembro aprisionado y sólo logra que escape un grito de sus labios por el fuerte pinchazo que asciende hasta su cadera. Entonces pasea su vista, aún nublada, por el escenario devastado que la rodea. Lo que hace pocos minutos era un lujoso salón de conferencias del hotel donde se alojaba, en unión de sus compañeros, es ahora un espacio miserable donde se amontonan cascotes, trozos de cristales, mobiliario destrozado y cadáveres. Una explosión retumba cercana y le sobresalta, despertándola por completo. Tratando de contener los latidos de su corazón desbocado, escucha el ruido metálico de las orugas de los carros blindados avanzando por la calle, y las espaciadas detonaciones de la artillería que dispara contra los focos de resistencia de las diezmadas fuerzas que aún resisten al poderoso ejército invasor. Mira hacia el suelo y descubre a su lado, sobre la alfombra, su acreditación de prensa como reportera de la CNN. Un poco más allá, ve el cuerpo ensangrentado de Charlie, su experimentado cámara y su mentor, que yace tendido en el suelo, inconsciente o muerto, aún no lo sabe. Y mientras se abandona a un llanto desconsolado oye pisadas cercanas que hacen crujir los cristales y gritos de soldados que se asoman al interior desde los destrozados ventanales apuntando con sus armas a cualquier potencial enemigo. Entonces recuerda lo que estaba haciendo en aquel lejano país, enviada por su cadena de televisión para retransmitir el conflicto, y hacer llegar a las cómodas casas de sus compatriotas las imágenes y novedades de la noticia que domina todos los telediarios desde hace días, y comprende que ha despertado a una pesadilla mucho peor que la de su sueño: la de la guerra.

 

Jorge Luis Mendoza

Marzo 2022


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