Sueñas que bajas unas escaleras
interminables. El sonido metálico de tus suelas sobre los escalones desgastados
retumba en las paredes húmedas, y el descenso parece no tener fin. Las lámparas
en el techo están situadas apenas un metro por encima de tu cabeza y su luz
mortecina alumbra pobremente el lugar, un túnel que desciende de forma abrupta
dentro de las entrañas de la tierra y que cada veinte peldaños exactos se
detiene en una meseta sin salidas, donde la escalera dobla sobre sí misma e
inicia otro tramo descendente en sentido contrario. Te pesan las piernas, te
incomoda el calzado que llevas y te asalta el pensamiento de si no será
peligroso seguir adentrándose en el subsuelo, de si no llegarás a un punto de
no retorno en el que te resultará imposible regresar a la superficie. Flaqueas,
pero una mano parece empujarte levemente en la espalda, animándote a continuar,
mientras una voz desconocida te susurra “sigue bajando, no puedes quedarte
aquí”. Emprendes de nuevo el descenso tratando de identificar el lugar donde
estás, pero ¿qué pista puede darte una escalera? No hay carteles ni señales en
las paredes, recubiertas hasta media altura de baldosas cerámicas de color
blanco que tratan de maximizar la pobre iluminación y recuerdan vagamente al
pasillo de un hospital. Continúas durante tres o cuatro minutos más hasta
perder la cuenta de las mesetas ―los niveles o pisos, imaginas― que has dejado atrás, y, de repente, el túnel se oscurece
en el último recodo. Te quedas parada dudando entre dos opciones igualmente
odiosas: adentrarte sola en la boca oscura que tienes delante o volver sobre
tus pasos en un ascenso que se anuncia fatigoso. Optas por lo segundo. Al superar los seis rellanos sientes una
asfixiante opresión en el pecho fruto de tu corazón acelerado por el esfuerzo
físico, combinado con la angustiosa sensación de no avanzar. Tus doloridos
pulmones cogen aire mientras pones un pie en el próximo peldaño, pero algo te
detiene otra vez. Es un rumor sordo, lejano al principio, que va creciendo
paulatinamente. ¿Pueden ser pasos?, te preguntas, y aguzas el oído, tratando de
identificar el sonido. Sí, definitivamente son pisadas, pero no de una, sino de
varias personas, y van acompañadas del tintineo metálico de hebillas, del
sonido de cosas colgantes que golpetean contra las espaldas, contra los muslos,
que rozan las paredes y el pasa manos. El rumor crece en volumen, los pasos se
acercan y en su determinación apremiante detectas una oscura amenaza. No son
pasos amistosos, son el trote de los cazadores buscando a su presa. Vences
entonces la parálisis que había agarrotado tus piernas y echas a correr
escalera abajo buscando el abrigo de la oscuridad que minutos atrás te había
parecido aterradora. Y ahí está de nuevo ese recodo en sombras. Sacas del bolso
el móvil y enciendes la linterna para empezar a bajar mucho más despacio,
tanteando con la mano libre la pared, fría y mojada. Más que mojada,
chorreante, en realidad. Tus pisadas se han convertido de repente en chapoteo,
y sientes la humedad que penetra por las suelas de tus elegantes botines de
piel de tacón de aguja. Mientras maldices en voz baja, apuntas con el móvil
hacia el suelo y descubres que tus pies están casi completamente sumergidos en
agua. Dudas otra vez, pero el rumor se acerca y das un nuevo paso, que hace que
el agua llegue a la altura del tobillo. En el siguiente, tu pie tropieza
bruscamente en el suelo, que no desciende más. Elevas el móvil y el haz de luz
descubre que la escalera ha terminado para convertirse en un lóbrego túnel,
rematado en forma de arco de medio punto, por el que tienes que avanzar casi
encogida para evitar golpearte con la cabeza en el techo demasiado próximo.
Caminas chapoteando entre la fetidez del agua estancada, rogando que ninguna
criatura repugnante habite en ella y, tras una interminable treintena de
metros, encuentras una puerta metálica que se eleva unos palmos sobre el suelo
y es redondeada en sus esquinas, parecida a la de los barcos. Permaneces unos
segundos en silencio y vuelves la vista hacia la oscuridad que has dejado
atrás. El ruido de pisadas se ha detenido, sustituido por el de voces que
gritan cortos mensajes en un idioma que no comprendes, pero que suenan
aterradoramente próximas y retumban en el reducido espacio. Tus músculos se
tensan de forma involuntaria cuando crees vislumbrar un haz de luz al otro
extremo del túnel. Deduces que quienesquiera que sean tus perseguidores ya han
alcanzado el final de las escaleras, y tú estás atrapada en una ratonera. Bajas
con fuerza la manija metálica y empujas el hombro contra la puerta, sintiendo
cómo los remaches se clavan en tu piel. La hoja cede, pero sólo unos
centímetros. Redoblas tus esfuerzos, y los goznes chirrían escandalosamente en
la oscuridad delatando tu posición. Presa ya del pánico, cargas una tercera vez
contra el obstáculo y en esta ocasión la puerta se abre totalmente, pero
pierdes el equilibrio y caes al otro lado. Allí hace más frío, pero la
sensación de humedad se ha atenuado y, de hecho, el suelo al otro lado del
marco se encuentra seco. Hay luces de emergencia espaciadas en las paredes que
desvelan parcialmente un lugar amplio sembrado de pilares de hormigón pintados
en color blanco y rojo, y comprendes que se trata de un parquin subterráneo.
Las voces aumentan de volumen y los pasos se han convertido en chapoteo, así
que te incorporas buscando un lugar donde esconderte. Avanzas a media carrera
entre el bosque de columnas tratando de localizar una puerta por donde escapar
o, cuanto menos, un hueco donde ocultarte. Finalmente, ves a lo lejos un único
y solitario automóvil aparcado en una esquina del recinto. No hay otra salida y
corres hacia él esperando que sea un escondite adecuado. Al acercarte
compruebas que se trata de un coupé negro, de aspecto amenazador, sobre todo
porque tiene las ópticas delanteras ocultas tras una rejilla negra que cubre de
extremo a extremo el frontal imponente. Siempre has pensado que los faros son
como los ojos de los coches, y los que los tienen escondidos a la vista te recuerdan
a un enmascarado, como si el vehículo quisiera ocultar su rostro. No hay tiempo
para digresiones banales y te ocultas como puedes detrás de la carrocería.
Tientas con la mano la cerradura, pero, como cabría esperar, la sólida puerta
está cerrada con llave. Tiemblas de
miedo, sin poder evitarlo, porque las pisadas de tus perseguidores retumban ya
en el aparcamiento y los haces de las linternas recorren las paredes y las
columnas, en busca de la pieza que quieren cobrarse. Palpas la fría chapa del
automóvil como implorando su ayuda, mientras los pasos se acercan más y más y
suena un disparo.
* * *
Suena un disparo en la calle y la joven
abre los ojos con dificultad mientras recobra con lentitud la consciencia.
Siente un dolor agudo en la parte inferior de su pierna derecha, oculta bajo
los restos de una parte del techo que se ha desprendido, y que le permite una
visión parcial de la planta inmediatamente superior, al parecer, en llamas. El
humo y el polvo reinantes hacen que la muchacha tosa violentamente, e incorpora
con dificultad su tronco hasta reposar la espalda contra una pared que tiene
detrás de ella. Intenta mover el miembro aprisionado y sólo logra que escape un
grito de sus labios por el fuerte pinchazo que asciende hasta su cadera.
Entonces pasea su vista, aún nublada, por el escenario devastado que la rodea.
Lo que hace pocos minutos era un lujoso salón de conferencias del hotel donde
se alojaba, en unión de sus compañeros, es ahora un espacio miserable donde se
amontonan cascotes, trozos de cristales, mobiliario destrozado y cadáveres. Una
explosión retumba cercana y le sobresalta, despertándola por completo. Tratando
de contener los latidos de su corazón desbocado, escucha el ruido metálico de
las orugas de los carros blindados avanzando por la calle, y las espaciadas
detonaciones de la artillería que dispara contra los focos de resistencia de
las diezmadas fuerzas que aún resisten al poderoso ejército invasor. Mira hacia
el suelo y descubre a su lado, sobre la alfombra, su acreditación de prensa
como reportera de la CNN. Un poco más allá, ve el cuerpo ensangrentado de
Charlie, su experimentado cámara y su mentor, que yace tendido en el suelo,
inconsciente o muerto, aún no lo sabe. Y mientras se abandona a un llanto
desconsolado oye pisadas cercanas que hacen crujir los cristales y gritos de
soldados que se asoman al interior desde los destrozados ventanales apuntando
con sus armas a cualquier potencial enemigo. Entonces recuerda lo que estaba
haciendo en aquel lejano país, enviada por su cadena de televisión para
retransmitir el conflicto, y hacer llegar a las cómodas casas de sus
compatriotas las imágenes y novedades de la noticia que domina todos los
telediarios desde hace días, y comprende que ha despertado a una pesadilla
mucho peor que la de su sueño: la de la guerra.
Jorge Luis
Mendoza
Marzo 2022
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