Artículo elaborado por Senén Barro Ameneiro, Director del Centro Singular
de Investigación en Tecnologías Inteligentes de la Universidade de Santiago de
Compostela y publicado en la revista digital The Conversation.
Santiago
Felipe Ramón Cajal nació en 1852 en Petilla de Aragón, un pueblo navarro a
pesar de su nombre. Se le conoce como Santiago Ramón y Cajal, y es común
referirse a él por sus apellidos, o incluso por el segundo de ellos nada más.
Recibió el Premio Nobel en 1906 y es el único español que lo consiguió en un
ámbito científico y habiendo realizado su carrera investigadora en nuestro
país.
Pero Cajal es mucho más que un nobel. Su
contribución al saber es comparable a los más grandes científicos de otras
disciplinas como Einstein o Darwin. No en vano es considerado el padre de la
neurociencia. Hoy todos sabemos que la componente principal de nuestro cerebro,
y del sistema nervioso en general, son unas células denominadas neuronas. Su
función principal es la de recibir, procesar y transmitir información a través
de señales eléctricas y químicas.
Lo
sabemos hoy, pero no entonces, cuando Cajal desarrolló su carrera científica
sin apenas recursos, pero con una infinita curiosidad y creatividad.
Alguien
así merece todos los reconocimientos del mundo. El Gobierno de Navarra ha declarado 2022 como año
significativo para promover su figura. En marzo del año pasado el
Consejo de Ministros de España acordó crear un grupo de trabajo, coordinado
por el Ministerio de Ciencia e Innovación, para promover y difundir su legado.
Este
singular tesoro está formado por más de 28 000 piezas cedidas por el
propio Cajal, y posee un incalculable valor científico, histórico y hasta
económico. Además de numerosísimos elementos propios de su investigación,
destacan en él la correspondencia que mantuvo con personas significadas de su
época: escritores, artistas, intelectuales de toda índole y, claro, también científicos. Incluye un amplio archivo
fotográfico, dibujos científicos, manuscritos, diplomas y certificados
diversos, además de medallas, condecoraciones y premios. Entre estos se
incluyen, además del Nobel, el de Von Helmholtz y el premio Echegaray.
Este
legado está depositado en el Instituto Cajal, que cumple su centenario este
mismo año, y cuyo germen fue el Laboratorio de Investigaciones Biológicas,
creado en 1902 por orden del Rey Alfonso XIII, a raíz de otro de los
reconocimientos que obtuvo Cajal, el Premio Moscú.
Sin embargo, los tesoros del conocimiento no han de ser
guardados sin más, sino mostrados para iluminar las mentes de quien quiera
acceder a ellos. España ha sido hasta ahora incapaz de darle un simple edificio
al excepcional legado de uno de los científicos más grandes de la historia. Ni
siquiera la casa de Madrid que cobijó el último aliento de Cajal ha logrado más
uso que convertirse recientemente en viviendas de lujo.
Cajal,
además de un genial científico, fue un excepcional artista. Las ilustraciones de
neuronas y de circuitos y regiones neuronales que realizó, además de tener una
utilidad científica incuestionable, son obras de arte.
En
2018 tuve la fortuna de asistir a la inauguración de una exposición de algunas
de ellas en el Museo del MIT, en Boston (Estados Unidos). Allí se exponían,
contextualizaban y comentaban algunas de las ilustraciones más remarcables de
la historia de la ciencia, como rezaba el catálogo de la exposición. Muchos de
los dibujos que se mostraban en ella, bajo el poético título de El hermoso cerebro, pertenecen al mencionado Legado
de Cajal, y no habían sido expuestos hasta la fecha fuera de España. Sentí sana
envidia al ver con qué pasión hablaban de Cajal los organizadores.
Pese
a todo, en España aún no tenemos un museo dedicado a Cajal y a su legado,
aunque hay un proyecto para hacerlo en la sede histórica del Colegio de Médicos de Madrid.
No se aprecia lo que se ignora, y ese tal Ramón y Cajal es
incluso un gran desconocido en nuestro país. Solo uno de cada veinte personas
encuestadas le nombró al ser preguntadas por un científico español, tal como
puso de manifiesto el Informe Internacional sobre Cultura Científica, de
la Fundación BBVA. Es cierto que se hizo en 2012, pero las cosas no han
cambiado mucho.
Más
allá del justo reconocimiento al genio, necesitamos a Cajal y a su legado para
alumbrar a un país modestamente comprometido con la investigación y cuya
aportación a la ciencia con mayúsculas no se corresponde en absoluto con
nuestra historia ni con nuestro peso económico.
Se
suele decir que un pueblo que olvida la parte negra de su historia está
condenado a repetirla. Con la ciencia ocurre lo contrario: un país que olvida a
sus científicos más excepcionales difícilmente parirá más, condenándose a sí
mismo.
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