Dialogando
con personas amigas o conocidas, en esos lúcidos momentos para la confianza y
la sinceridad, escuchamos una repetida frase que nos hace reflexionar debido al
importante significado de su contenido:
“Te
confieso que yo no tenía, ni tengo, vocación
para el desempeño de la profesión que estoy ejerciendo”.
Estas
atribuladas personas reconocen con franqueza la dura realidad en la que viven.
Añaden, como justificación, la motivación de
la necesidad económica para trabajar y que eligieron, de manera equivocada o
condicionada, esa actividad cuyo desempeño nunca les ha motivado y que sin
embargo han de mantener a fin de sostener los gastos de cada día.
La
estadística porcentual de personas a las que agradaría o necesitarían cambiar
de actividad profesional, en caso de conocerse los datos correspondientes,
probablemente provocaría el asombro social, dada su previsible elevada
magnitud. Pero si ya resulta difícil, para la mayoría de los humanos, encontrar
un puesto de trabajo más o menos estable, intentar
el cambio de actividad es arriesgado y complicado, de manera especial en
épocas de contracción o depresión económica, como las que estamos sufriendo durante
las últimas décadas.
Una
persona que trabaja en una actividad que no le gusta o casi nada le motiva,
difícilmente puede disimularlo. Ese trabajo “a
disgusto” condiciona de manera inevitable la calidad de la labor desempeñada.
El cliente no se sentirá bien tratado o atendido. Además, el profesional
cometerá errores o fallos que repercutirán en el producto elaborado y el
sistema comercial o de producción comenzará a “flaquear” y a ser objeto de
desconfianza por parte de los que a él acuden para solicitar el correspondiente
servicio.
En
cualquier actividad profesional, la desgana, la incomodidad o la falta de
iniciativa aplicada por el trabajador es grave o perjudicial, tanto para el
propio operario que sufre esta falta de vocación o interés para lo que hace,
como para el frustrado cliente que está recibiendo un mal servicio por el que
ha pagado, sea de manera directa o a través de los impuestos o tributos.
Pero
entre todas las actividades profesionales hay algunas, especialmente
relevantes, en las que esa falta de actitud vocacional tiene graves y severas repercusiones,
de manera especial, para el sujeto que recibe el deficiente servicio: nos
estamos refiriendo a la función reglada de la formación y la educación.
Maestros y profesores desmotivados o
carentes de la necesaria tensión vocacional, pueden perjudicar gravemente la
adecuada formación y la evolución psicofísica de los alumnos que la sociedad ha
confiado a su cargo. El educador o docente que ha equivocado su opción
profesional, no sólo se sentirá infeliz, en muchas de las horas del día, sino
que probablemente y aún sin proponérselo, estará haciendo también infelices a
los niños, adolescentes y jóvenes que acuden a sus aulas, desmotivándolos y
haciendo que su aprendizaje sea de baja o muy precaria calidad. Este
desvitalizado aprendizaje quedará penosamente lastrado por el desinterés, la
apatía, la rutina, la improvisación, el autoritarismo, el aburrimiento y la
incredulidad.
Por
otra parte, ese maestro desmotivado o infeliz con lo que hace, ofrecerá un
inadecuado ejemplo a esas muy jóvenes personas que están en la fase evolutiva
de su mejor y necesario desarrollo, tanto para la asimilación del conocimiento
o contenidos teóricos y prácticos, como para la integración de las más
necesarias habilidades y destrezas. Y, sobre todo, para el enriquecimiento en
valores, normas y actitudes positivas ante la vida.
Hay
que repetirlo una vez más. La carencia vocacional en el servicio educativo
determina o influye en los siguientes negativos condicionantes:
desmotivación, rutina, falta de imaginación, pereza, aburrimiento, inutilidad
de muchos de los contenidos trabajados, rebeldía, pasotismo y conflictos en el
alumnado, incomprensión, desilusión, pérdida de tiempo, desequilibrios,
carencia de imparcialidad y lamentable pérdida de confianza en el gestor
educativo que está al frente del grupo escolar.
No
es fácil, por supuesto, pero resulta más honrado y valiente, intentar cambiar a tiempo de actividad profesional, si con
ello se evita no sólo la propia infelicidad, sino el perjuicio de los seres (en
el ámbito educativo) que están comenzando su apasionante y necesaria aventura
por la vida. Obviamente es inexcusable desarrollar una profunda autorreflexión,
antes de elegir el estudio, grado o licenciatura. También sería importante
llevarlo a cabo durante las primeras etapas del ejercicio profesional, en éste u
otras profesiones. Después ya resultará tarde, aunque no inviable, para ese
necesario y urgente cambio en el servicio que se está prestando a la comunidad.
–
José
L. Casado Toro
Septiembre
2021
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