Parte
III
Los
eruditos con mayor ambición de conocimiento forzosamente tenían que venir a
España. Miguel Scoto, nacido en Escocia en 1175, fue el primero en dar a
conocer la filosofía averroísta al mundo latino, según el orientalista
francés Ernest Renan (1823-1892). Llegó a Toledo desde Escocia, país al que
debe el apellido, tras estudiar en Oxford y en París.
En
Toledo se quedó. Llevó a cabo sus primeras traducciones de Averroes y las de
las obras de Al-Bitruji, conocido también en latín como Alpetragius, quien
todavía vivía y quien inspiraría a Kepler. También en Toledo traduce
el De animalibus, de Aristóteles, trabajo del que no se conserva la fecha,
aunque se deduce que es anterior a 1220, pues ese año abandona la ciudad con
dirección a Bolonia para ponerse al servicio del Pontífice romano. Allá por
1228 vuelve a trasladarse, esta vez a Sicilia, donde fue astrólogo de la corte
de Federico II de Sicilia. Por el itinerario de Miguel Scoto podemos ver la
irradiación de la influencia cultural hispanoárabe hacia los lugares donde se
estaban conformando las primeras universidades europeas.
De
origen también anglosajón fue Alfredo de Sharesel, filósofo y médico
naturalista. Existen escritos en los que se refieren a él como Alfredus
Anglicus. Tradujo el De anima de Aristóteles, aproximadamente en
1215, además de sus De somnio y De respiratione, también
el Liber de plantis o Liber de vegatalibus, que, aunque en un
principio fue atribuido a Aristóteles, es de Nicolás Damasceno.
Escribió De motu cordis, obra en la que describe las diferentes etapas de
la emanación de los seres.
Yehuda
ben Moshe ha-Kohen (Yehuda Mosca o Mosca el Coheneso en las fuentes cristianas)
vivió en el siglo XIII y fue médico real, astrónomo y un destacado escritor
de la Escuela en época de Alfonso X el Sabio, para quien tradujo importantes
obras científicas del árabe y hebreo al castellano. Fue rabino de la sinagoga
de Toledo, llegó a ejercer de médico personal del rey sabio, y destacó como
una de las más influyentes personalidades de la comunidad hebrea de la ciudad
de las tres culturas de su época.
Los
cronistas indican que la Escuela de Toledo entró en decadencia desde el segundo
cuarto del siglo XIII, pero el rey Alfonso el Sabio consiguió impulsarla con
los nuevos traductores, como Roberto Grosseteste o Guillermo de Moerbeke, que
estaban ya en el siglo XIV vinculados a las Universidades de París y de
Oxford.
Es
obligado, en este momento, mencionar el tratado astronómico que componen las
Tablas alfonsíes (1256-77), que el rey elaboró junto a Rabí Ishâq
ben Sid, más conocido como Rabiçag,
las cuales fueron, hasta bien entrada la época renacentista, una referencia
común en Occidente, como nos recuerda Serafín Vegas en su libro La
Escuela de Traductores de Toledo en la Historia del Pensamiento.
En
la última época de la Escuela, Alfonso X fue como Marco Aurelio, un rey filósofo
y sabio. Creó, para continuar este universo cultural, ya en el siglo XIII,
instituciones a las que se puede considerar Academias o Escuelas de
traductores, que por su consagración podemos considerar las primeras
universidades de la Europa medieval.
Para
dar idea del volumen del trabajo de estos eruditos, mencionaremos tan sólo que
Gerardo de Cremona fue creador y compilador de no menos de 70 obras, muchas de
ellas de gran volumen. Hubo un sistema organizado de traducción, que seguía un
orden específico, como estudia Burnett,
que abordó sistemáticamente las obras de todos los grandes filósofos,
científicos y académicos del mundo antiguo.
El
Académico de la Historia González Palencia afirmaba en su obra El islam y occidente (citando Origen,
progresos y estado actual de toda la Literatura,
obra del jesuita don Juan Andrés publicada en 1782) que el restablecimiento de
la literatura científica europea (Medicina, Matemáticas, Ciencias Naturales)
era debido a los árabes. Retomando conocimientos muy raros y preciados, este
estudioso recogía que Roger
Bacon basó su trabajo acerca de los anteojos en el
libro séptimo de la Optica de Alhacén, traducido al latín por los traductores
de Toledo; que Vitellión abrevia y aclara la doctrina árabe de este
mismo libro; que Leonardo de Pisa introduce el Álgebra y las cifras numerales
arábigas (Gerberto había llevado de España a las escuelas europeas la
aritmética arábiga desarrollada por los primeros matemáticos de la era moderna,
como Aljaurismí el persa, de quien proviene no solamente la trigonometría,
álgebra y lenguaje de cálculo fundamentales, sino el nombre de nuestra noción
del algoritmo y la palabra “guarismo” que usamos todavía).
González
Palencia establece que Arnaldo
de Vilanova “se formó enteramente en España
bajo la enseñanza de los árabes, y todos los conocimientos útiles de Medicina y
de Química que esparció por Europa eran sacados de los libros y escuelas de
aquellas gentes”; que Raimundo
Lulio debía mucho a la literatura musulmana, al
sufismo y a la metafísica de Ibn Arabí el murciano, que conocía por
traducciones y hasta directamente, porque sabía árabe; que en Medicina, hombres
como Gilberto, Juan de Goddesden y Fabricio Acquapendente habían bebido en
libros árabes, en especial en nuestro Abulcasis, sus conocimientos.
Este
experto nos advierte que ya Huet opinaba
que Descartes había tomado de
los dialécticos árabes el principio “quidquiid cogitare, potest esse”; o que
Pascal también se inspiró, como el genial Asín Palacios descubre también en esa
época, en Al Gazel; que fue en el árabe traducido en España, Alpetragio, en
quien pudo inspirarse Kepler para
el descubrimiento de las órbitas elípticas de los planetas; o que algunos
problemas teológicos de Santo Tomás estaban resueltos con arreglo a doctrinas
de Averroes y Avicena, que conoció de su maestro aristotélico, que había
estudiado en España.
Pero
este autor es uno entre muchísimos arabistas y expertos en la cultura hispánica
de la época de convivencia en nuestro territorio. Cultura de las llamadas por
Alfonso el Sabio “Gentes del Libro”, las tres civilizaciones monoteístas y
centradas en un texto sagrado, por cuyo esplendoroso periodo de al menos cuatro
siglos –desde la toma de Toledo, a comienzos del siglo XI, hasta el siglo XIV
en que el fenómeno se extiende a muchos lugares en España y en Europa– no
solemos asomarnos, como digo, para asombrarnos de lo que fue y lo que significa
la irradiación cultural que España llevó a cabo, imbuida del espíritu
propagador y cosmopolita que el mundo árabe y judío supo tomar de griegos y
persas y convertir también en un fenómeno propio de nuestra península.
Cuando
durante cerca de trescientos años, y bajo la égida de gobernantes lo
suficientemente inteligentes y tolerantes como para potenciar el proceso, se
asimilan, unifican y organizan todos los tesoros de conocimiento heredados de
los árabes y los judíos, provenientes de sus culturas y de las culturas que
éstos heredan, Europa empieza a renacer. Y el lugar donde se produce ese
rebrote de los conocimientos, artes y técnicas, de todo el mundo antiguo, es en
España: en Toledo, en Tarazona, en Salamanca, en Sevilla. Es en el confluir de
comunidades de sabios de las tres procedencias (judíos, árabes, cristianos),
donde se genera un crisol capaz de desarrollar y difundir todos los
conocimientos en ciencias y letras, en artes y en técnicas, perdidos en la
desmemoria.
La
cultura es un fenómeno arborescente, en el que se trasportan los conocimientos,
la riqueza de experiencias, saberes y técnicas, en los territorios humanos. El
espíritu cultural se basa en la asimilación, en la traducción, en la
incorporación. Ese espíritu cosmopolita, cultivador y bibliotecario solo queda
preservado, en la Edad Oscura, en monasterios y estudios catedralicios. Pero al
sur, en el Mediterráneo, tiene lugar el auténtico milagro por el que la
civilización árabe hace regresar, mediante la total irrigación de la cultura
hispánica, el mundo de la cultura auténtica. Ese gran fenómeno tiene un nombre
reconocible en la Escuela de Traductores de Toledo.
Eva
Aladro Vico, Profesora Titular de Teoría de la Información, Universidad
Complutense de Madrid.
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