Hace horas que ha anochecido, y la brisa
trae efluvios del mar Mediterráneo, y cierta humedad en el aire que no sienta
nada bien a los maltrechos huesos de Wladimir. Sentado al volante de su
discreta berlina, espera aparcado en la Place du Casino desde hace horas que su
objetivo salga del vistoso edificio que alberga el Casino de Montecarlo, cuya
fachada iluminada se recorta sobre el cielo estrellado. El hombre enciende otro
cigarrillo, mientras contempla con mirada displicente el derroche de opulencia
que hay en cuanto le rodea. Desde su posición, ve a unas mujeres enjoyadas
luciendo vestidos escotados y caminando sobre el empedrado con imprácticos
zapatos de tacón, desafiando el fresco de la noche. El rocío empaña los
cristales de los lujosos automóviles estacionados a su alrededor, entre los que
avista alguna desmesurada limousine americana fabricada con escandaloso
mal gusto. Su atención se concentra, sin embargo, en un elegante deportivo de
color gris metalizado situado unos metros delante de su coche, cuyo número de
matrícula ―BMT 216 A― le ha facilitado su contacto en aquella ciudad. Habituado
a los espartanos Volga, VAZ y Moskvitch de su Rusia natal, el estilizado coupé
le parece a Wladimir una delicada escultura sobre ruedas, y, a su pesar, tiene
que reconocer que en Occidente aún hay ejemplos aislados de productos donde la
tecnología y la belleza se dan la mano y conviven en delicada armonía.
Notas de música ligera llenan la
atmósfera cada vez que la puerta principal del edificio se abre, y Wladimir
reproduce mentalmente los compases iniciales del “El mar y el barco de Simbad”,
la introducción de “Scheherezade”, de su admirado Rimsky-Korsakov, que le
transmiten momentáneamente una sensación de paz. Tuvo la inmensa fortuna de
poder asistir a una representación de la obra hace unas semanas, en Viena,
mientras terminaba de recuperarse de las heridas sufridas hacía cuatro meses en
una misión en los Alpes suizos. Había recibido un balazo en el hombro que dañó
su clavícula, y se había fracturado la tibia y el peroné derechos, lo que aún
le obligaba a caminar con una ligera cojera. Y él fue el más afortunado, pues
aún podía contarlo, privilegio que no fue compartido por los dos agentes que le
acompañaban, y perecieron a su lado, sin que él pudiera evitarlo. La rabia
contenida le quema en el pecho durante unos segundos, pero su memoria salta
ahora a las semanas siguientes, pasadas en un hospital en Leningrado ―la
antigua San Petersburgo de la época imperial―, y siente un cosquilleo especial
al recordar las particulares “atenciones” que durante ese tiempo le había
dispensado Natasha, su enfermera, su fisioterapeuta y su improvisada amante.
Aquellos brazos delgados y fibrosos, la espalda fuerte y recta, el largo
cabello oscuro recogido en una trenza, representaban el ideal femenino de la
mujer trabajadora, comprometida con el socialismo y la lucha de clases, que las
autoridades soviéticas trataban de inculcar a la sociedad desde la escuela, la
prensa, los documentales y el cine. Una camarada desinhibida, que admiraba su
duro trabajo y le prestaba desinteresadamente su apoyo y atención, tanto física
como emocional, hasta que su salud se restableciese plenamente y estuviera en
condiciones de completar la misión asignada, que en las nevadas cumbres suizas
no pudo ver acabada entonces. Mientras aspira otra profunda calada, recuerda
cómo pidió a sus superiores que Natasha le acompañase a Viena durante las dos
últimas semanas de su rehabilitación, con la doble misión de terminar su recuperación
física y de encarnar a su ficticia esposa, bajo pasaporte e identidades falsas,
facilitando así introducirse al otro lado del telón de acero sin levantar
sospechas. Fueron quince días felices, tal vez los más felices de su vida
adulta, fingiendo ser otras personas, paseando despreocupadamente por las
calles, admirando los bellos edificios que le recordaban algo la arquitectura
de la imponente Moscú, disfrutando de la música casi omnipresente, de los
restaurantes y de los teatros.
”Pero todo lo bueno acaba, más temprano
que tarde”, reflexiona Wladimir, conocido entre sus camaradas de la KGB con el
nombre de guerra de “el Zar”, y en el momento de la despedida él le regaló como
recuerdo un anillo que había pertenecido a su padre, un héroe de guerra condecorado
en la batalla de Stalingrado. Ella no tenía objetos personales, así que la
noche anterior se había cortado un mechón de cabello de la punta de su trenza,
y lo había sujetado con un pequeño lazo de seda roja. Se lo entregó sin decir
palabra en la estación de tren, donde sus caminos se separaban, con un breve
beso en los labios, por toda despedida.
El hombre suspira e introduce la mano en
la guantera del automóvil, donde halla un sobre marrón del que extrae tres
fotografías en blanco y negro de su objetivo: un espía británico con el grado
de comandante, que trabaja para el MI6. Una de las fotos está tomada hace
tiempo, y muestra a un hombre alto con el cabello moreno, de rostro apuesto y
elegantemente vestido, que mira a la cámara con irónica sonrisa, mientras pasa
el brazo por encima del hombro de una joven. En otra imagen aparece vestido de
uniforme, en lo que parece una parada militar. Y en la tercera, tomada
recientemente, y un poco desenfocada, se le ve equipado para la práctica del
esquí, en la cola de un telesilla en la estación de Gstaad. Allí fue donde lo
vio por última vez.
El hombre siente repentinamente un
hormigueo en su pie derecho. Desde la fractura, tiene una molesta tendencia a
quedarse dormido cuando permanece mucho rato sentado, así que decide salir del
coche y estirar las piernas. Mira de nuevo en dirección al Aston-Martin y sonríe al recordar las instrucciones
de su coronel: “Nada de llamar la atención. Quiero una eliminación discreta,
¿entiendes?”. Eso le había hecho descartar su primer plan de colocar una bomba
lapa debajo del deportivo, el modo más cómodo y menos arriesgado de terminar
con el enemigo. No lo lamenta, sin embargo. Desea ver su expresión cuando
exhale el último aliento y él pueda susurrarle al oído “esto es por la muerte
de mis camaradas en Gstaad”.
Al cabo de unos minutos, el agente ruso
detecta movimiento en la puerta del casino. Por fin ve salir a su objetivo,
impecablemente vestido con un smoking negro, acompañado de una hermosa
mujer a la que tiene cogida del talle. Se detienen unos segundos en la puerta,
donde se besan apasionadamente. Wladimir contiene la respiración unos segundos:
si ella se sube al coche, esperará a una ocasión mejor. No disfruta del hecho
de matar y le irrita que haya víctimas civiles en el desarrollo de sus
misiones. Unos segundos después, ve como el espía inglés comenta a su
acompañante algo que él no puede oír desde el lugar en que acecha, y la
muchacha se despega bruscamente del hombre, para abofetearle seguidamente la
cara, mientras le llama “cerdo” en voz alta, antes de entrar nuevamente en el
edificio.
Entonces ve cómo el sujeto se encoge de
hombros, y busca un paquete de cigarrillos en el interior de su chaqueta.
Enciende un pitillo y luego camina despreocupadamente hacia el deportivo gris,
y el ruso decide que es el momento de actuar. Se acaba de colocar unos guantes
de cuero, y se aproxima caminando sin hacer ruido, mientras que el inglés, de
espaldas a él, palpa los bolsillos de su smoking, tratando de localizar
las llaves del coche. Wladimir ya siente la adrenalina recorriendo
aceleradamente todos sus vasos sanguíneos, mientras extrae un cable de acero
con el que piensa estrangular a su víctima. Ya está encima de él cuando el
agente británico deja caer torpemente las llaves del coche al suelo, y al
agacharse a recogerlas evita ser atrapado por el cuello. Wlamidir salta sobre
el hombre, quien, tras un brevísimo momento de inicial sorpresa, le rechaza de
un soberbio puñetazo, que le alcanza en el plexo solar y le proyecta contra un
coche cercano. Wladimir se incorpora, comprobando irritado que aún está lento
de reflejos, al tiempo que siente un pinchazo en la pierna herida, que parece
protestar por el esfuerzo exigido. Ve a su oponente sacar una pistola del
interior de la chaqueta, y se lanza por segunda vez sobre él, y ambos caen al
suelo, rodando abrazados entre los vehículos estacionados. El ruso ha soltado
el cable, inútil a esas alturas, y golpea con su puño derecho el costado del
adversario, mientras con la mano izquierda sujeta la muñeca con la que el
inglés empuña una Walter PKK de color negro. Transcurren unos segundos de
forcejeo, entre sordos gruñidos y maldiciones, cuando suena una detonación.
Wladimir puede notar cómo la bala le atraviesa el pulmón izquierdo, y siente que
sus brazos pierden fuerza y caen finalmente a ambos costados de su cuerpo. El
británico, que se ha sentado a su lado en el suelo, trata de recuperar el
aliento y le cachea las ropas, en busca de alguna identificación, que no
encuentra. Sólo logra extraer del bolsillo interior de su cazadora un mechón de
cabello oscuro recogido en un lazo ensangrentado, y una fotografía de Natasha y
él delante de la noria del parque de atracciones más antiguo de Europa. El
agente soviético susurra con voz entrecortada el nombre de su amante, mientras
el espía británico le mira con semblante serio, al que asoma finalmente un
gesto de comprensión y, quizás, de piadosa solidaridad profesional. Así,
mientras aspira por última vez el aroma salino del Mediterráneo, Wladimir asume
que va a disfrutar del dudoso honor de engrosar la lista de los camaradas
caídos al enfrentarse al agente 007.
Jorge Luis
Mendoza
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