01 julio 2021

NUESTRA CALLE

 


Una arraigada costumbre, llena de dulce sentimiento y nostalgia, que muchos hemos practicado en más de alguna ocasión, es trasladarnos al pasado, visitando y recorriendo la calle (y su entorno) que sustentó las vivencias de nuestra ya alejada infancia. Efectivamente, se trata de esa arteria urbana o rural en donde se hallaba ubicado nuestro domicilio.

En ese lugar para el tránsito, trazado con una mayor o menor longitud, peatonal para los viandantes o dividida en aceras y calzada, por donde circulaban los vehículos, transcurrió un periodo muy importante de nuestra vida, con todas esas relaciones para la amistad y los juegos que tanto suponían durante las horas del día. Cuando de pequeños decíamos, a modo de solicitar permiso a los mayores “me voy a jugar” o “me voy a bajar a la calle”, significaba esa ilusionada acción de estar con los amigos y vecinos, niños y niñas a los que nos unía la identidad generacional de nuestras cortas edades.

Se trataba de un espacio lúdicamente atractivo y divertido, donde corríamos, reíamos, llorábamos y jugábamos, haciendo evolucionar nuestra personalidad. Según las posibilidades de cada cual, nos llevábamos a esa “nuestra” calle la bicicleta, los patines, la pelota de goma o de badana, las muñecas, la patineta, etc. Eran los juguetes más apreciados, que también compartíamos. Y en cada una de las tardes, llegaba la hora de la merienda, para ayudar a compensar nuestro continuo gasto energético: el pan con chocolate, la pastaflora, la torta de aceite o ese bollo con “chorreón de aceite” que tanto nos agradaba.

Siempre se nos hacía corto el tiempo para el juego, por lo que tratábamos de “arañar” algunos minutos más, con respecto a la hora que se nos había fijado o mandado para volver a casa. Era usual escuchar la voz de nuestros padres, mencionando nuestros nombres, junto a esa orden imperativa de “sube ya, que te tienes que lavar y vamos a cenar”.

En aquellas décadas, de mediados del siglo precedente, se estaba y vivía más en la calle. Sin duda alguna. Se jugaba también en casa, pero en aquellos tiempos no había televisión, ni la tablet, ni el ordenador, ni la play. El buen clima, que siempre ha tenido la ciudad de Málaga, facilitaba que nos ilusionara tanto bajar a nuestra calle, para los juegos y paseos. El “pilla - pilla”, los policías y ladrones, las canicas de cerámica o de cristal, la bicicleta, las carreras, los partidos de fútbol (utilizando como porterías determinados portales, árboles, postes o farolas), los saltos de la comba, el juego del piso, las “batallas” de los canutos y las almensinas, la rueda y así un largo etc. A todos aquellos juegos se aplicaba el buen ánimo y, por supuesto, una desbordante y admirable imaginación.  

Esa intensa actividad provocaba frecuentes “lesiones” que “milagrosamente” sanaban con el alcohol, el agua oxigenada, el esparadrapo o la mercromina. También el beso y las caricias de los padres Era especialmente significativo la abigarrada, pero siempre alegre, acústica de los gritos, las voces, las risas y ese peculiar cuchicheo de los vecinos, muchas veces sentados en los portales de sus casas o en los balcones que, por cierto, no se hallaban muy alejados entre si, dada la frecuente estrechez de las calles. El concepto actual de parque infantil no existía, salvo que nos llevaran, algunas de las tardes o en los días festivos, al gran parque del barrio o el de la ciudad.

A medida que íbamos creciendo, en cm y en edad, se iba ampliando el marco espacial de nuestra calle, iniciando los paseos, las aventuras y las correrías por las calles y plazas adyacentes, paralelas o más alejadas, en otros lugares de la ciudad. El espacio lúdico se ampliaba así para nuestra suerte. “Vamos a dar un paseo por la plazuela” lugar que podía estar situado más o menos distancia de nuestro domicilio. Ello suponía iniciar esa “gran expedición” que, con valentía y adolescente osadía, avalaba los años que íbamos sumando a nuestro progresivo calendario.

Ha pasado el tiempo, varias décadas en los almanaques, provocando cambios, generalmente intensos, en aquella “nuestra calle” de la infancia. Por esta razón nos embarga un sentimiento de añoranza que recorre nuestro cuerpo y memoria, cuando hoy la visitamos. Normalmente lo hacemos provistos de una cámara fotográfica (también sirve el móvil telefónico) para realizar abundantes tomas, desde panorámicas y ángulos diversos, hasta captar los más significativos detalles de esos cambios sobrevenidos a lo largo del tiempo. No podemos ocultar nuestro asombro por las drásticas modificaciones constructivas que tenemos ante nuestra vista, aunque es bien cierto que hay portales y viviendas que permanecen prácticamente igual a la imagen que tenían hace treinta, cincuenta o más años. Obviamente nos fijamos, de manera especial, en los bajos de los edificios, que son los que más han sufrido o gozado esos cambios generacionales. Y repasamos en nuestra memoria el colegio, la farmacia, la tienda de ultramarinos, la relojería, la carbonería, la confitería, la panadería, el kiosko de las golosinas, el portal de los periódicos y tebeo, el bar, el restaurante, la funeraria… La inmensa mayoría de estos establecimientos ya no están. Su lugar ha sido ocupado por otras formas comerciales, muchas de ellas franquicias de las grandes marcas, que han modificado la imagen, más nítida o neblinosa, que atesoramos en la memoria.

Y recordamos a esas queridas personas, amigos y vecinos, que las regían y que ya también se fueron, por las leyes innegociables de la existencia. Manolo, el tendero; don Rafael el párroco; Pepe, el panadero; Julio y Andrés, los carboneros; D. Luis, el practicante. Paco, el vendedor de prensa; Ángel, que alquilaba tebeos y novelas en su concurrido portal; Ramona, la lotera; Antonio, el charcutero; el Dr. Mañas; la Srta, Encarnación, muy querida profesora; y así un largo etc. de vecinos y amigos, entrañables personas con las que compartimos la infancia, vinculadas a esa calle donde vivíamos o a otras calles cercanas, dentro de la misma zona. La relación con estos vecinos y amigos era muy próxima, pues sus hijos eran compañeros de clase. También, de juegos, durante las tardes, fines de semana y periodos vacacionales. En realidad, el colectivo dibujaba el espíritu de una gran familia, pues todos nos conocíamos y la relación, en general, era bastante cordial, aunque entre los humanos surgen, de forma natural, los roces, los enfados, las críticas, fases y momentos de discordancias que acaban superándose, pues por encima de los desencuentros está el valor de la amistad y la solidaridad. 

La frase más repetida en estas visitas periódicas que realizamos a nuestras raíces inmobiliarias y afectivas es: “Aquí había una tienda de… mientras que ahora se ha convertido en ....” Y nos genera sonrisas ver que el local donde estaba ubicada una severa funeraria, hoy lo vemos convertido en un desenfadado y alegre bar de copas, en el que el ambiente es anímicamente muy diferente. Y enlazado con todos esos recuerdos, creemos vernos, con esos seis, nueve o doce años, de aquella infancia y adolescencia que, al paso de los años la calificamos como inolvidable y placentera.

Antes de abandonar el recorrido por nuestra calle y esas otras que conformaban el tejido urbano del barrio, nos hacemos el firme propósito de volver, a fin de revivir y tratar de recuperar, inútilmente, por supuesto, esos tiempos que naturalmente ya no pueden volver.  Y por la noche, ya en tu domicilio, repasas las tomas fotográficas, fijándote en esos detalles que la cámara ha captado y han pasado desapercibidos con la visión presencial, tal vez por los sentimientos nostálgicos que te embargaban. En una privilegiada carpeta de tu ordenador, guardarás todas esas fotos que “hablan” de la calle de tu infancia y que te ayudarán a conocerte un poco mejor, lo cual siempre es positivo. –

 

José L. Casado Toro

Junio 2021


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