Una
arraigada costumbre, llena de dulce sentimiento y nostalgia, que muchos hemos
practicado en más de alguna ocasión, es trasladarnos al pasado, visitando y recorriendo
la calle (y su entorno) que sustentó las vivencias de nuestra ya alejada
infancia. Efectivamente, se trata de esa arteria urbana o rural en donde se
hallaba ubicado nuestro domicilio.
En
ese lugar para el tránsito, trazado con una mayor o menor longitud, peatonal
para los viandantes o dividida en aceras y calzada, por donde circulaban los
vehículos, transcurrió un periodo muy importante de nuestra vida, con todas
esas relaciones para la amistad y los juegos que tanto suponían durante las
horas del día. Cuando de pequeños decíamos, a modo de solicitar permiso a los mayores
“me voy a jugar” o “me voy a bajar a la calle”, significaba esa ilusionada
acción de estar con los amigos y vecinos, niños y niñas a los que nos unía la
identidad generacional de nuestras cortas edades.
Se
trataba de un espacio lúdicamente atractivo y divertido, donde corríamos, reíamos,
llorábamos y jugábamos, haciendo evolucionar nuestra personalidad. Según las
posibilidades de cada cual, nos llevábamos a esa “nuestra”
calle la bicicleta, los patines, la pelota de goma o de badana, las
muñecas, la patineta, etc. Eran los juguetes más apreciados, que también
compartíamos. Y en cada una de las tardes, llegaba la hora de la merienda, para
ayudar a compensar nuestro continuo gasto energético: el pan con chocolate, la pastaflora,
la torta de aceite o ese bollo con “chorreón de aceite” que tanto nos agradaba.
Siempre
se nos hacía corto el tiempo para el juego, por lo que tratábamos de “arañar”
algunos minutos más, con respecto a la hora que se nos había fijado o mandado
para volver a casa. Era usual escuchar la voz de nuestros padres, mencionando
nuestros nombres, junto a esa orden imperativa de “sube ya, que te tienes que
lavar y vamos a cenar”.
En
aquellas décadas, de mediados del siglo precedente, se estaba y vivía más en la
calle. Sin duda alguna. Se jugaba también en casa, pero en aquellos tiempos no
había televisión, ni la tablet, ni el ordenador, ni la play. El buen clima, que
siempre ha tenido la ciudad de Málaga, facilitaba que nos ilusionara tanto
bajar a nuestra calle, para los juegos y paseos. El “pilla - pilla”, los
policías y ladrones, las canicas de cerámica o de cristal, la bicicleta, las
carreras, los partidos de fútbol (utilizando como porterías determinados
portales, árboles, postes o farolas), los saltos de la comba, el juego del piso,
las “batallas” de los canutos y las almensinas, la rueda y así un largo etc. A
todos aquellos juegos se aplicaba el buen
ánimo y, por supuesto, una desbordante y admirable imaginación.
Esa
intensa actividad provocaba frecuentes “lesiones” que “milagrosamente” sanaban
con el alcohol, el agua oxigenada, el esparadrapo o la mercromina. También el
beso y las caricias de los padres Era especialmente significativo la
abigarrada, pero siempre alegre, acústica de
los gritos, las voces, las risas y ese peculiar cuchicheo de los vecinos,
muchas veces sentados en los portales de sus casas o en los balcones que, por
cierto, no se hallaban muy alejados entre si, dada la frecuente estrechez de
las calles. El concepto actual de parque infantil no existía, salvo que nos
llevaran, algunas de las tardes o en los días festivos, al gran parque del
barrio o el de la ciudad.
A
medida que íbamos creciendo, en cm y en edad, se iba ampliando el marco espacial de nuestra calle, iniciando los
paseos, las aventuras y las correrías por las calles y plazas adyacentes,
paralelas o más alejadas, en otros lugares de la ciudad. El espacio lúdico se
ampliaba así para nuestra suerte. “Vamos a dar un paseo por la plazuela” lugar que
podía estar situado más o menos distancia de nuestro domicilio. Ello suponía
iniciar esa “gran expedición” que, con valentía y adolescente osadía, avalaba
los años que íbamos sumando a nuestro progresivo calendario.
Ha
pasado el tiempo, varias décadas en los almanaques, provocando cambios, generalmente intensos, en aquella
“nuestra calle” de la infancia. Por esta razón nos embarga un sentimiento de
añoranza que recorre nuestro cuerpo y memoria, cuando hoy la visitamos.
Normalmente lo hacemos provistos de una cámara fotográfica (también sirve el
móvil telefónico) para realizar abundantes tomas, desde panorámicas y ángulos
diversos, hasta captar los más significativos detalles de esos cambios
sobrevenidos a lo largo del tiempo. No podemos ocultar nuestro asombro por las
drásticas modificaciones constructivas que tenemos ante nuestra vista, aunque
es bien cierto que hay portales y viviendas que permanecen prácticamente igual
a la imagen que tenían hace treinta, cincuenta o más años. Obviamente nos
fijamos, de manera especial, en los bajos de los edificios, que son los que más
han sufrido o gozado esos cambios generacionales. Y repasamos en nuestra memoria el colegio, la farmacia, la tienda
de ultramarinos, la relojería, la carbonería, la confitería, la panadería, el
kiosko de las golosinas, el portal de los periódicos y tebeo, el bar, el
restaurante, la funeraria… La inmensa mayoría de estos establecimientos ya no
están. Su lugar ha sido ocupado por otras formas comerciales, muchas de ellas
franquicias de las grandes marcas, que han modificado la imagen, más nítida o
neblinosa, que atesoramos en la memoria.
Y
recordamos a esas queridas personas, amigos y
vecinos, que las regían y que ya también se fueron, por las leyes
innegociables de la existencia. Manolo, el tendero; don Rafael el párroco; Pepe,
el panadero; Julio y Andrés, los carboneros; D. Luis, el practicante. Paco, el
vendedor de prensa; Ángel, que alquilaba tebeos y novelas en su concurrido
portal; Ramona, la lotera; Antonio, el charcutero; el Dr. Mañas; la Srta,
Encarnación, muy querida profesora; y así un largo etc. de vecinos y amigos, entrañables
personas con las que compartimos la infancia, vinculadas a esa calle donde vivíamos
o a otras calles cercanas, dentro de la misma zona. La relación con estos
vecinos y amigos era muy próxima, pues sus hijos eran compañeros de clase.
También, de juegos, durante las tardes, fines de semana y periodos
vacacionales. En realidad, el colectivo dibujaba el espíritu de una gran familia, pues todos nos conocíamos y la
relación, en general, era bastante cordial, aunque entre los humanos surgen, de
forma natural, los roces, los enfados, las críticas, fases y momentos de
discordancias que acaban superándose, pues por encima de los desencuentros está
el valor de la amistad y la solidaridad.
La
frase más repetida en estas visitas periódicas que realizamos a nuestras raíces
inmobiliarias y afectivas es: “Aquí había una
tienda de… mientras que ahora se ha convertido en ....” Y nos genera sonrisas
ver que el local donde estaba ubicada una severa funeraria, hoy lo vemos
convertido en un desenfadado y alegre bar de copas, en el que el ambiente es
anímicamente muy diferente. Y enlazado con todos esos recuerdos, creemos
vernos, con esos seis, nueve o doce años, de aquella infancia y adolescencia
que, al paso de los años la calificamos como inolvidable y placentera.
Antes
de abandonar el recorrido por nuestra calle y esas otras que conformaban el
tejido urbano del barrio, nos hacemos el firme propósito de volver, a fin de revivir y tratar de recuperar,
inútilmente, por supuesto, esos tiempos que naturalmente ya no pueden volver. Y por la noche, ya en tu domicilio, repasas
las tomas fotográficas, fijándote en esos detalles que la cámara ha captado y
han pasado desapercibidos con la visión presencial, tal vez por los
sentimientos nostálgicos que te embargaban. En una privilegiada carpeta de tu
ordenador, guardarás todas esas fotos que “hablan” de la calle de tu infancia y
que te ayudarán a conocerte un poco mejor, lo cual siempre es positivo. –
José
L. Casado Toro
Junio 2021
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