06 octubre 2025

YO NO LEO AUTORES VIVOS

 


Con el calor de una tarde de Agosto, impropio para caminar bajo su canícula, la mujer de paso firme y tacones de aguja, entró en la librería donde el señor Escritor tenía previsto firmar ejemplares de Reivindicación, su último libro. Un Louis Vuitton colgaba de su antebrazo balanceándose al vaivén de sus caderas. Dentro de él, además del móvil y el atrezo femenino indispensable, había algunos elementos propios de su profesión y un botellín de agua helada. En la otra mano llevaba el libro del autor. Sus pensamientos absortos y su actitud decidida, casi la hicieron trastabillar al tropezar con una escalera que había cerca de la entrada. Paseó su mirada por los peldaños hasta observar colgada del techo la banderola de publicidad del evento. Se recreó en sus letras grises sobre fondo negro.  

 

Siempre llegaba con la hora justa para sentarse en las últimas filas. Ese día lo hizo delante porque quería dar su opinión. Esta Mujer sentía un interés tan especial por las presentaciones del señor Escritor que rayaban la devoción. No era atracción física, aunque no le faltaban cualidades para ser el centro de todas las miradas: el porte elegante y desenfadado de sus cuarenta y muchos años, unos quevedos en equilibrio sobre su nariz y ese mechón entrecano y rebelde que en vano intentaba colocar detrás de la oreja.  

Todos sus libros, sin llegar a ser best sellers, habían tenido un gran éxito de ventas. La fidelidad de sus lectores engrosaba su cuenta corriente sin demasiado esfuerzo. No se regía por los caprichos del mercado literario. Sus novelas rompían con las normas de la moda por lo grotesco y vulgar. Su experiencia como profesor de literatura clásica se dejaba leer entre líneas en sus obras, dotándolas, a su vez, de un lenguaje auténtico y cercano, sin importar el género del que trataran. Se había ganado la confianza del público, entre ellos la de esta Mujer que no se perdía ninguno de sus encuentros.

 

Sus treinta y pocos años solo los testificaban su carné de identidad. La primera de su promoción de la carrera que había ejercido su familia durante tres generaciones. Pelo largo y moreno, recogido en un moño bajo, enmarcaba una cara de belleza típicamente andaluza, donde sus grandes ojos negros eran los verdaderos protagonistas. Vestía una blusa de seda blanca, desabrochada hasta donde resbala la imaginación, falda negra y ajustada por debajo de la rodilla.

 

Cuando el resto del público empezó a acomodarse; la mayoría con sudaderas, vaqueros caídos y deshilachados, tenis de colores fluorescentes y gorras con visera, muy a su pesar, destacaba por su elegante sencillez.

 

Desde la primera fila siguió con disimulado entusiasmo todo cuánto se habló del argumento del libro y las intervenciones de los asistentes. Era una novela negra cuya protagonista reivindicaba con sus actos que las mujeres no necesitaban licencia para matar. Cuando el moderador dijo que hicieran la última pregunta la Mujer levantó la mano sin demostrar impaciencia, y comentó que le encantaría leer su libro porque lo admiraba mucho, pero que ella tenía por norma no leer autores vivos. Él contestó con un apunte de sonrisa: Mi bella no lectora, me ha dejado usted sin palabras. Todos aplaudieron mientras las carcajadas reverberaron hasta el último rincón de la librería, a la vez que se formaba la cola para la firma de ejemplares. La Mujer, sin inmutarse, se volvió de espaldas y maniobró con destreza dentro de su bolso. Después se puso en la cola. Cuando llegó su turno le extendió el libro y el botellín de agua rodeado de un kleenex, con el que lo secó antes de entregárselo. Se había acabado la de la mesa y parecía necesitarla.

 

—Tenga, todavía está fría. Debe tener la boca seca.

 

Gracias por dar agua al sediento. ¿Qué pongo en la dedicatoria? ¿Es para un regalo, o ha cambiado de opinión?

 

 Solo escriba: por su reivindicación y la fecha, es suficiente. 

 

El señor Escritor la miró recreándose en su figura. Desenroscó la tapa, sin esfuerzo, y se lo bebió mientras ella esperaba mirándolo satisfecha.

 

—Me gustaría saber algo más sobre esa norma suya tan original. ¿Querrá cenar conmigo esta noche y me lo argumenta más despacio?

 

—No puedo, tengo otro compromiso. Además, estoy segura que la comida no le sentaría bien si la ingiere con mis contradicciones.

 

Lo presento la semana próxima en la Biblioteca Municipal.

 

—Ya no estaré en la ciudad pero quiero agradecerle la comprensión que ha demostrado por mi inusual costumbre.

 

Le entregó su libro y se estrecharon la mano. Ella se dirigió a la salida con rapidez, sorteando nuevamente la escalera. Le dio una palmada al pasar como si la felicitara, aunque aquel gesto en realidad iba dirigido a sí misma. Misión cumplida, susurró al atravesar la puerta.

 

Caminó una calle hasta la parada de taxis. En el trayecto tiró en una papelera un par de guantes de latex. Cuando llegó al aeropuerto otra papelera recibió el contenido de una pequeña bolsa de plástico con una jeringuilla y los restos de una sustancia, indetectable en el organismo, y la más eficaz para provocar un infarto en poco tiempo. O sea, el atrezo indispensable de una farmacéutica que deseaba reivindicar a cualquier precio su derecho a no leer autores vivos.

 

 

Esperanza Liñán Gálvez

Publicado en el libro Impulsos de voz recuperada.

“aa. vv.”

        

 


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