Con el
calor de una tarde de Agosto, impropio para caminar bajo su canícula, la mujer
de paso firme y tacones de aguja, entró en la librería donde el señor
Escritor tenía previsto firmar ejemplares de Reivindicación, su último libro. Un Louis Vuitton colgaba de su antebrazo balanceándose al vaivén de
sus caderas. Dentro de él, además del móvil y el atrezo femenino indispensable,
había algunos elementos propios de su profesión y un botellín de agua helada.
En la otra mano llevaba el libro del autor. Sus pensamientos absortos y su
actitud decidida, casi la hicieron trastabillar al tropezar con una escalera
que había cerca de la entrada. Paseó su mirada por los peldaños hasta observar
colgada del techo la banderola de publicidad del evento. Se recreó en sus
letras grises sobre fondo negro.
Siempre
llegaba con la hora justa para sentarse en las últimas filas. Ese día lo hizo
delante porque quería dar su opinión. Esta Mujer sentía un interés tan especial
por las presentaciones del señor Escritor que rayaban la devoción. No era
atracción física, aunque no le faltaban cualidades para ser el centro de todas
las miradas: el porte elegante y desenfadado de sus cuarenta y muchos años,
unos quevedos en equilibrio sobre su nariz y ese mechón entrecano y rebelde que
en vano intentaba colocar detrás de la oreja.
Todos
sus libros, sin llegar a ser best
sellers, habían tenido un gran éxito de ventas. La fidelidad de sus
lectores engrosaba su cuenta corriente sin demasiado esfuerzo. No se regía por
los caprichos del mercado literario. Sus novelas rompían con las normas de la
moda por lo grotesco y vulgar. Su experiencia como profesor de literatura
clásica se dejaba leer entre líneas en sus obras, dotándolas, a su vez, de un
lenguaje auténtico y cercano, sin importar el género del que trataran. Se había
ganado la confianza del público, entre ellos la de esta Mujer que no se perdía
ninguno de sus encuentros.
Sus
treinta y pocos años solo los testificaban su carné de identidad. La primera de
su promoción de la carrera que había ejercido su familia durante tres
generaciones. Pelo largo y moreno, recogido en un moño bajo, enmarcaba una cara
de belleza típicamente andaluza, donde sus grandes ojos negros eran los
verdaderos protagonistas. Vestía una blusa de seda blanca, desabrochada hasta
donde resbala la imaginación, falda negra y ajustada por debajo de la rodilla.
Cuando
el resto del público empezó a acomodarse; la mayoría con sudaderas, vaqueros
caídos y deshilachados, tenis de colores fluorescentes y gorras con visera, muy
a su pesar, destacaba por su elegante sencillez.
Desde la
primera fila siguió con disimulado entusiasmo todo cuánto se habló del
argumento del libro y las intervenciones de los asistentes. Era una novela
negra cuya protagonista reivindicaba con sus actos que las mujeres no
necesitaban licencia para matar.
Cuando el moderador dijo que hicieran la última pregunta la Mujer levantó la
mano sin demostrar impaciencia, y comentó que le encantaría leer su libro
porque lo admiraba mucho, pero que ella tenía por norma no leer autores vivos. Él contestó con un apunte de sonrisa: Mi bella no lectora, me ha dejado usted sin
palabras. Todos aplaudieron mientras las carcajadas reverberaron hasta el
último rincón de la librería, a la vez que se formaba la cola para la firma de
ejemplares. La Mujer, sin inmutarse, se volvió de espaldas y maniobró con
destreza dentro de su bolso. Después se puso en la cola. Cuando llegó su turno
le extendió el libro y el botellín de agua rodeado de un kleenex, con el que lo secó antes de entregárselo. Se había acabado
la de la mesa y parecía necesitarla.
—Tenga, todavía está fría. Debe tener la boca seca.
—Gracias por dar agua al sediento. ¿Qué pongo en la dedicatoria? ¿Es para
un regalo, o ha cambiado de opinión?
—Solo escriba: por su
reivindicación y la fecha, es suficiente.
El señor
Escritor la miró recreándose en su figura. Desenroscó la tapa, sin esfuerzo, y
se lo bebió mientras ella esperaba mirándolo satisfecha.
—Me gustaría saber algo más sobre esa norma suya tan original.
¿Querrá cenar conmigo esta noche y me lo argumenta más despacio?
—No puedo, tengo otro compromiso. Además, estoy segura que la
comida no le sentaría bien si la ingiere con mis contradicciones.
—Lo presento la semana próxima en la Biblioteca Municipal.
—Ya no estaré en la ciudad pero quiero agradecerle
la comprensión que ha demostrado por mi inusual costumbre.
Le
entregó su libro y se estrecharon la mano. Ella se dirigió a la salida con
rapidez, sorteando nuevamente la escalera. Le dio una palmada al pasar como si
la felicitara, aunque aquel gesto en realidad iba dirigido a sí misma. Misión cumplida, susurró al atravesar la
puerta.
Caminó
una calle hasta la parada de taxis. En el trayecto tiró en una papelera un par
de guantes de latex. Cuando llegó al
aeropuerto otra papelera recibió el contenido de una pequeña bolsa de plástico
con una jeringuilla y los restos de una sustancia, indetectable en el
organismo, y la más eficaz para provocar un infarto en poco tiempo. O sea, el atrezo
indispensable de una farmacéutica que deseaba reivindicar a cualquier precio su
derecho a no leer autores vivos.
Esperanza Liñán Gálvez
Publicado en el libro Impulsos de voz recuperada.
“aa. vv.”
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