Cuando salimos a caminar por la naturaleza, buscamos esa necesaria
terapéutica vegetal, aromática y acústica que tantos bienes, de manera
gratuita, nos reporta. Cada persona prioriza y busca, de manera específica, un
beneficio. Aunque la globalidad es lo que verdaderamente nos satisface. Comentemos
brevemente algunos valores que ese caminar por lo natural nos gratifica.
Pisar la tierra, húmeda o árida del campo, por
oposición al asfalto o esas losetas, casi nunca limpias, de la ciudad. Respirar una atmósfera menos contaminada que la
que nos ofrece la densificación urbana. Gozar con
la visión de las formas caprichosas y fascinantes adoptadas por la
naturaleza, con los arbustos, árboles, macizos florales o ese roquedo orográfico
que “cambia de vestimenta” con el caminar del astro solar por las autopistas
del firmamento. Poder compartir las palabras,
en un ambiente más sosegado que el que genera la vorágine cosmopolita de la
gran ciudad. Disfrutar con el frescor de las placas acuáticas o los cursos
fluviales, elementos hídricos que vitalizan
nuestros organismos y alimentan el ánimo. Conocer y convivir con la fauna animal que encontremos en nuestras
trayectorias.
Todo ello con el
regalo orquestal natural, variado y motivador ya que utilizan todas las
notas del pentagrama, con sus graves y agudos. El aire mueve las ramas y las
hojas de los árboles, generando composiciones en las que los buenos oídos
distinguirán la percusión, las cuerdas, el viento y el metal. En esa
“filarmónica de la naturaleza” encontramos la inestimable colaboración de los
sonidos y cantos emitidos por toda la fauna variada que habita por esos bellos
entornos. En este sentido, uno de los más entrañables y que tanto facilita el
sueño en las tardes de cálida templanza veraniega, es el producido por las CHICHARRAS o CIGARRAS.
De manera plácida, ese sonido
repetitivo nos acompaña (parece que son cantos “sexuales” de los machos
atrayendo a las hembras) en las horas tardías del calor. Nos parece tan
familiar, a fuerza de escucharlo, que apenas molesta a nuestros órganos
auditivos, propiciando incluso la universal siesta para el descanso, después
del almuerzo.
El ruido o canto monocorde de las chicharras nos trae a la memoria otros sonidos paralelos que también oímos en determinadas situaciones. Por ejemplo, cuando estamos compartiendo compartiendo una celebración familiar o social, ya sea boda, bautizo, cumpleaños o santoral. También cuando estamos homenajeando los méritos de una persona afecta. Durante el almuerzo o cena, los comensales van elevando el volumen de sus voces, en el intercambio oral que realizan con los demás miembros de las bien densificadas mesas (nomalmente de 10 cubiertos a la redonda). Lo que comienza con el leve runruneo de los primeros saludos o comentarios banales, va elevándose con una potencia acústica que al paso de los minutos se convierte en ruido de voces, risas y palabras monocordes, parecido al emitido por las chicharras veraniegas.
La comicidad se genera cuando un
miembro de la grandiosa mesa, en la que estamos invitados, nos está narrando o
contando algo y no nos enteramos de lo que está diciendo. Sin embargo la cordialidad
social nos obliga a ir asintiendo con la cabeza, eso sí, sin dejar de sonreír.
A veces no acertamos y nuestra afirmación causa extrañeza en el interlocutor
que esperaba una negación por nuestra parte. Ese error cómico se repite con
frecuencia.
Otra modalidad la encontramos en las reuniones asamblearias de cualquier signo (parlamentarias,
vecinales de comunidad, claustros educativos) en las que el run-run de las
palabras en voz baja, va elevándose en su volumen, pues cada vez se grita más,
pensando que los interlocutores padecen algo de sordera. También en las tertulias televisivas, todos hablando a la vez,
convirtiendo el “interesante” debate en una jaula de grillos que, por supuesto,
nos recuerda el dulce canto de las chicharras en las tardes del sueño.
La mecánica acústica de las chicharras la podemos reproducir utilizando ese “miembro casi familiar” que representa el monitor de televisión. Cuando está apagado y en la mesa nadie habla (en todo caso nadie deja de mirar su móvil telefónico) durante la comida o cena, siempre hay una voz “sensata” que dice ¿dónde está el mando? que voy a poner la tele. Entonces quien habla es el aparato de televisión, a quien nadie escucha, pero que endulza el incómodo silencio de los miembros familiares en la mesa.
Es como el canto de las cigarras, que
nos acompaña con sus susurros, sin saber lo que quieren decir. Así nos sentimos
más “hermanados”. Nunca agradeceremos lo suficiente esas acústicas naturales, como el oleaje del mar, la
vibración de las ramas y hojas de los árboles y, por supuesto, el monocorde y
repetitivo canto afectivo de las chicharras en la naturaleza. –
José L. Casado Toro
Septiembre 2025 –
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