A mis
setenta años, recién cumplidos, todavía me hace ilusión estrenar cualquier
cosa, y ese día disfruté de dos estrenos, o cuatro, según se mire: Las zapatillas,
estampadas con flores rosas de brillibrilli, recomendadas por mis amigas y tan
cómodas que parecía pisar sobre algodones. Además de esos dos diminutos
milagros invisibles.
Caminé
despacio mientras me recreaba la vista, como siempre, en las plantas y árboles
exóticos que convertían aquel espacio en un oasis en medio de la ciudad, cada
día más caótica y demasiado invadida por turistas.
Me
senté en uno de los bancos del parque donde ningún ruido era ajeno: El de la
rodadura de los neumáticos de automóviles a toda velocidad por la avenida
lateral, los semáforos y sus pitidos. El rechinar de las ruedas de los coches
de caballos con el repiqueteo de sus cascos sobre el asfalto. Las sirenas de
los cruceros del puerto cercano avisando de sus atraques o salidas. Las risas
de los niños en los juegos infantiles. Como música de fondo llegaba el canto de
los pájaros, el carreteo de loros y cotorras o el zureo de las palomas.
En
aquel entorno la vida latía con fuerza y seguía dispuesta a no pasar
desapercibida. Cada sonido era el testigo fiel de una existencia y la nostalgia
me llevó a los domingos de mi juventud: Los paseos por este mismo parque arriba
y abajo del brazo de mis amigas, con un cartucho de pipas o altramuces en las
manos. Y también de estreno con el último vestido de piqué confeccionado con
los patrones del Burda. Mis zapatos blancos de falso charol y el bolso haciendo
juego, despellejado por el calor de un solo verano.
Como
colofón, según la costumbre, tocaba ir de escaparates. Así llamábamos a aquellas
excursiones de avistamiento a las vitrinas de las tiendas cerradas, porque los domingos
eran festivos de guardar. Y nos recreábamos en la última moda de ropa, bolsos y
zapatos, aunque no la pudiéramos comprar.
Es
curioso como al tirar del hilo de la memoria se desmadeja el ovillo con hechos y
personas ancladas en el olvido. Gertrudis era una de ellas, bastante habladora,
que nos mareaba, y sigue haciéndolo, con sus interminables dramas.
No
sé si fue casualidad o la había conjurado con mi recuerdo, porque en aquel momento
se acercaba caminando hacia mí y esa mañana no me apetecía más compañía que el
sonido del paisaje. Presioné con disimulo los lóbulos de mis orejas.
—¿Cómo
estás, Martina?, llevo mucho tiempo sin verte y voy a contarte lo de mi última operación
—me
dijo en voz alta.
La
paré en seco con un gesto de mano antes de contestarle.
—Perdona,
Gertrudis, sabes que no me voy a enterar de casi nada, salvo que lo hicieras a
voz en grito en este lugar tan público y sin ninguna intimidad.
—Llevas razón, bueno,
ya te lo relataré otro día. Adiós —chilló mientras se
alejaba con cara de disgusto.
Cuando la perdí de vista volví a tocarme levemente las orejas y me dije: Mi segundo y mejor estreno del día. Prueba superada. Me encantan estos modernos audífonos, porque escucharé lo que quiera y cuando quiera.
Esperanza Liñan Gálvez
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