Artículo
de Paula Costa Correa, Investigadora
del área de Filosofía del Derecho. Abogada especializada en Migraciones y
Derecho Penal, Universidad de Navarra. Publicado en la revista digital The
Conversation,
Mientras algunos
medios y discursos políticos describen la
migración como una amenaza o una “avalancha”, los datos muestran lo contrario:
España no vive una invasión, sino una relación
de interdependencia funcional con los países del Sur Global. En
otras palabras, lo que se presenta como un problema es, en realidad, una
necesidad estructural. El país necesita población migrante para sostener
su pirámide demográfica, su economía y su sistema de bienestar.
Esta simbiosis migratoria no es una metáfora. Es una realidad demográfica. Desde 1950, la
población mundial se ha triplicado. En regiones como África subsahariana o Asia
meridional, el crecimiento es constante y sostenido, ejerciendo presión sobre
recursos, empleo y sistemas sociales. En cambio, Europa y América del Norte
enfrentan el fenómeno contrario: envejecimiento poblacional, bajas tasas de
fecundidad y reducción progresiva de la población activa.
En el caso español, el contraste es claro. La tasa de
fecundidad se sitúa desde hace años por debajo de 1,3 hijos por mujer, muy
lejos del umbral de reemplazo generacional (2,1). Sin flujos migratorios
constantes, España perdería millones de habitantes en las próximas décadas, con
efectos directos sobre el sistema fiscal, las pensiones y el empleo. Según
proyecciones del INE y de Naciones Unidas, de mantenerse la
fecundidad actual sin migración, la población podría descender hasta 30
millones en 2100, frente a los 47 millones actuales.
En todos estos escenarios debemos tener en cuenta que los bebés
que nacen hoy no empezarían a cotizar hasta 2045. Es decir, apostar por una
fecundidad de tres hijos por mujer supondría un esfuerzo económico adicional
para el estado de bienestar durante al menos dos décadas, antes de que esas
nuevas generaciones pudieran sostener el sistema.
Ni la natalidad basta, ni la migración
sobra
Ante este panorama, ¿puede la natalidad compensar por
sí sola el déficit demográfico? La respuesta es negativa. Hemos modelado tres
escenarios de política natalista, y todos presentan limitaciones estructurales.
En el mejor de los casos –con políticas públicas
sostenidas durante 20 años– no habría ningún impacto real antes de 2045. En
escenarios más intensivos (como aumentar a tres o cuatro hijos por mujer en una
legislatura), los resultados son ineficaces, fiscalmente insostenibles y
socialmente inviables. No se puede compensar un problema estructural con
medidas de corto plazo ni con presión sobre los cuerpos de las mujeres.
En cambio, la migración sí tiene efectos inmediatos.
La llegada de personas jóvenes en edad de trabajar ha contribuido en las
últimas décadas a equilibrar la relación entre cotizantes y jubilados. Un estudio estima que sin migración el
indicador de sostenibilidad demográfica –que mide cuántas personas en edad de
trabajar hay por cada persona mayor de 65 años– habría sido un 30 % inferior,
agravando aún más la presión sobre el sistema de pensiones. Esto significa que
la presión sobre dicho sistema de pensiones habría sido mucho mayor con menos
trabajadores sosteniéndolo.
Lejos de ser una amenaza, la migración ha contribuido
a mantener el equilibrio entre cotizantes y jubilados, retrasando un colapso
que, de otro modo, ya estaría en marcha.
Pero la función de la migración no es solo económica.
La movilidad humana cumple un rol redistributivo a nivel global: traslada
población activa desde regiones con exceso de presión demográfica hacia otras
con escasez de mano de obra y envejecimiento. Esta relación de interdependencia
–aunque desigual– permite mantener en funcionamiento sectores esenciales como
los cuidados, la agricultura o la hostelería. Negar esta realidad por motivos
ideológicos no cambia los hechos: solo impide gestionarla de forma realista,
con planificación y justicia.
Ni milagro ni amenaza
En paralelo, el envejecimiento plantea retos
adicionales. Menos trabajadores significa menos cotizaciones, pero también más
gasto sanitario, más dependencia y más personas mayores viviendo solas. En
España, la esperanza de vida ha aumentado y la feminización de la vejez introduce nuevas
desigualdades: muchas mujeres mayores carecen de pensión propia o
dependen de redes familiares cada vez más frágiles.
Las proyecciones muestran que sin una política
migratoria sostenida, el sistema de bienestar español se enfrentará a una
presión insostenible. Los discursos que rechazan la migración apelan al mito de la autosuficiencia nacional, pero ese
modelo nunca ha existido. Desde los años 2000, el crecimiento español ha estado
directamente vinculado al trabajo y las contribuciones de millones de personas
migrantes.
Esto no significa que la migración sea una solución
mágica. También necesita planificación, integración y derechos. Pero sí constituye
un componente esencial de cualquier estrategia demográfica realista. De hecho,
países como Canadá o Alemania ya aplican
políticas activas para atraer y retener población extranjera cualificada y no
cualificada. España, sin embargo, sigue atrapada en una narrativa de
emergencia, inseguridad y control.
Por eso, debemos dejar de ver a España solo como
puerta de entrada de migración hacia Europa, y empezar a entender su posición
como una oportunidad estratégica: atraer talento, corregir desequilibrios y
rejuvenecer el tejido social. Seguir anclados en el miedo y la mentira emotiva
no solo perjudica a las personas migrantes, sino que priva al país de una
herramienta imprescindible para su sostenibilidad.
La simbiosis migratoria entre Norte y Sur es una
realidad del siglo XXI. Negarla no elimina el problema, solo impide encontrar
soluciones eficaces.
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