Artículo
de Eulàlia Gómez Escoda, Profesora
lectora Serra-Húnter en el Departamento de Urbanismo / ETSAB-UPC, Universitat
Politècnica de Catalunya – BarcelonaTech. Publicado en la revista digital The
Conversation.
Las terrazas de bares y restaurantes que llenan las aceras de las
ciudades replican una costumbre cotidiana de los entornos urbanos de clima
templado: sacar una silla al balcón, al jardín o a la calle para disfrutar del
sol, charlar con los vecinos y contemplar el mundo exterior.
Son lugares
para reunirse a beber y comer, pero sobre todo, para mirar la ciudad y lo que
ocurre alrededor. Su denominación anglosajona es precisa en esta relación de
dependencia y los vincula directamente a la calle: los bares con terraza son
los street cafes, pavement cafes o sidewalk cafes.
Hoy no es extraño ver las calles de las ciudades llenas de
personas comiendo y bebiendo en mesas y sillas rodeadas de sombrillas,
pérgolas, marquesinas, jardineras o calefactores. Pese a que ha habido momentos
en los que comer al aire libre se asociaba a la falta de recursos o a la
necesidad, comer en grupo, en público o al aire libre han sido prácticas
comunes durante siglos. Es
en esas raíces históricas donde radica la fuerza de las terrazas.
Nacimiento y evolución
de las terrazas
Las terrazas
aparecieron en Europa a finales del siglo XIX, primero en parques y paseos y
más tarde en aceras donde el peatón tenía la seguridad garantizada. Eran puntos
de difusión informal de información: lugares en los que leer periódicos,
reunirse, charlar y hacer negocios. Eran tiempos en los que la modernidad
urbana se manifestaba en los cafés y su extensión natural hacia la calle y
convertía las terrazas en un mirador desde el que contemplar la ciudad. Un
lugar para ver y ser visto, donde el consumidor-flâneur (transeúnte) cambiaba de papel y se
convertía en voyeur.
Tras la
Segunda Guerra Mundial, el milagro
económico de los años 50 y 60 y el rápido ascenso de la
sociedad de consumo en Europa, las cafeterías ampliaron su clientela y se
convirtieron en lugares de encuentro popular, democráticos y ubicuos, con un
papel importante en la construcción de la sociabilidad y la relación entre
ciudadanos.
A finales del
siglo XX, la expansión del turismo se tradujo en la multiplicación de bares y
restaurantes, de forma que las plantas bajas urbanas cercanas a los espacios
públicos con las mejores vistas se llenaron de terrazas. Comer en la calle pasó
a estar ligado con el consumo del espacio público, en una nueva formulación del voyeur decimonónico.
Este hecho coincidió con el inicio del declive del uso del automóvil en los centros urbanos: las plazas dejaban de estar ocupadas por coches para
convertirse en oasis reservados para peatones.
La relación entre el paisaje urbano y las terrazas tuvo un nuevo
punto de inflexión en Europa a principios de los 2000 con la implantación de
las leyes que prohibían fumar en los espacios interiores
colectivos. Los locales de restauración se
adaptaron a la norma multiplicando el número de mesas en el exterior, y comer
en la calle tomó mayor presencia independientemente del clima o las vistas.
Un respiro durante la pandemia
Casi dos décadas más tarde, las medidas para frenar y
prevenir la propagación de la covid-19 obligaron a implantar una nueva forma de usar las ciudades. Por un lado, se replanteó el concepto de
proximidad y la relación entre comida y calle tomó protagonismo, puesto que los
únicos motivos justificados para salir de casa durante los primeros meses
estaban relacionados con la compra de productos de primera necesidad, como los
alimentos.
Por otro lado, bares y restaurantes tuvieron que
cerrar durante varias semanas a lo largo de 2020 como consecuencia de la
necesaria limitación de las interacciones sociales. Tras los primeros meses de
severas restricciones, la recuperación paulatina de la normalidad también se
hizo visible en el espacio público.
Mientras unos veían las grandes metrópolis como
lugares de los que alejarse buscando entornos menos densos y compactos, otros
buscaban lugares de descompresión y socialización en la propia ciudad. Tan
pronto como se consideró más seguro salir a la calle, la necesidad de
reconectar socialmente tras el confinamiento convirtió las terrazas exteriores
de bares y restaurante en nuevos lugares de encuentro.
Terrazas de formas diversas, improvisadas, temporales,
excepcionales o fijas, conquistaron las aceras y estimularon el debate público en
torno a esta nueva forma de convivencia en la calle. Las terrazas eran más
seguras que los espacios interiores y suplían las carencias de unos hogares que
no contaban con espacios de tamaño suficiente para albergar grandes reuniones.
La percepción de que el hábito de uso las convertía en
salas de estar en exteriores hizo que muchos propietarios añadieran jardineras,
velas y lámparas, cojines y mantas, domesticando, con estos pequeños gestos de
apropiación del espacio, el paisaje urbano a nivel de la acera. De este modo,
los límites entre la vida doméstica y las actividades en el espacio abierto se
desdibujaron, redefiniendo el umbral entre lo público y lo privado.
Oasis urbanos donde combatir la soledad
Las calles son elementos urbanos con grosor, compuestos
por calzadas y aceras, pero también por la gente que las camina y los locales
en planta baja que le dan frente. De este modo, fachadas a ras de suelo,
escaparates, rótulos, luces, toldos, marquesinas y terrazas definen las
cualidades de cualquier calle y determinan su carácter. Son elementos ligeros y
su presencia en la calle es temporal, pero su forma y la manera en que se
disponen condiciona la convivencia en el espacio público.
Las terrazas son lugares urbanos privilegiados en los
que sentarse a mirar, charlar, beber y comer. Contrastan el ritmo acelerado de
los transeúntes con la quietud de quienes se sientan en ellas. Contraponen la
soledad a la que las grandes ciudades nos exponen con el confort de la compañía
que la conversación aporta. Seducen por su contradicción permanente: son oasis
privados sobre el espacio público, rincones domésticos en las grandes
metrópolis.
Este artículo ha sido escrito en
colaboración con la arquitecta Emma O’Connell, becaria de investigación en el
Laboratorio de Urbanismo de Barcelona.
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