En ocasiones, nuestro espíritu rebelde,
creativo o transformador, nos estimula para alterar, con más o menos
radicalismo, el orden establecido por la
tradición, la rutina o el normal hábito existencial en nuestras vidas. Sin
embargo, en aquellos momentos en los que prima la sensatez, sentimos
satisfacción y grato sosiego ante el orden natural de las cosas, tanto en el
entorno vivencial en el que estamos inmersos, como en la privacidad de nuestros
pensamientos, actitudes y respuestas, para el quehacer de cada día.
Dicho de otra forma y aplicando
sencillos ejemplos, nos agrada y tranquiliza ver
y disfrutar el amanecer del sol durante el alba y ese anochecer que permite el
brillante fulgor de las estrellas en el firmamento. Nos ilusiona percibir la
cercanía de la naturaleza, con el cromatismo multicolor de las flores y ese mágico
aroma que engalana nuestra imaginación. Es también tranquilizador que los niños
jueguen en los jardines, en las calles y plazas de nuestros pueblos y ciudades.
Y qué mayor alegría supone gozar de la lluvia, que avena tantas necesidades hídricas
en nuestra solidaria convivencia. Anhelamos el lustre cultural que nos
proporciona la lectura, el cine, el teatro y la música, artes escénicas que enriquecen
de preciados valores nuestra estructura espiritual. Y mantenemos ese noble
deseo que nadie sufra la falta de trabajo, de vivienda, de alimento y de sabia
ayuda ante la enfermedad.
Sin embargo, también nos genera desconcierto, crípticos interrogantes, intensos
desánimos y justa indignación, cuando contemplamos la acre alteración del orden
natural en la buena convivencia, con esas desgraciadas secuelas de dolor,
tristeza, desesperación y muertes. Las guerras y demás enfrentamientos es la
patología contraria de la generosa convivencia en solidaridad y coherente
armonía. Los egoísmos, los nacionalismos y las absurdas intolerancias,
fracturan el buen hábito de la cooperación y la comprensión dialogada con el
respeto a los demás. Los delitos contra las leyes alteran el buen orden en la
ciudadanía, provocando conflictos y penosas discordancias.
Aspiramos a que “las cosas” marchen
bien y los errores sean corregidos y evitados, aplicando inteligencia y
equilibrio en las normas y en las actuaciones individuales, colectivas y
gubernativas. ¿Es mucho pedir que las flores tengas gratos aromas y vistosos
colores, que el cielo sea celeste, que los grifos manen agua y que el tren
llegue a la estación con la puntualidad establecida?
Y pensemos ahora en la naturaleza marítima. Parece lógico que en los mares y océanos floten y viajen las embarcaciones, que haya peces en las redes para el alimento humano, que el viento y la acción solar evapore agua para avenar o hidratar esas nubes que proporcionan las lluvias, que el olor a marisma se confunda y mezcle con la acústica del oleaje, percutiendo sobre las playas y los puertos marítimos. Pero ¿qué ocurre cuando ese manto plateado, en donde el cielo se refleja, se ve invadido por un agreste roquedo, que rompe la armonía hídrica en la superficie de las aguas? Esas masas rocosas, cercanas a las playas impide o dificulta la tranquilidad sosegada del baño, y el ocio o trabajo de las embarcaciones.
Esa agreste orografía también aparece,
metafóricamente, en nuestras vidas, a modo de oscuros “nubarrones” provocando
desarmonías, desasosiegos y formas de infelicidad. Podemos ir limando o
limpiando muchas rocas en nuestro desarrollo
existencial. Pero las rocas marítimas no
son fáciles de eliminar, pues allí permanecen hasta que la fuerza de la marea
vaya reduciendo o cubriendo su impertinente presencia. Pero mientras que su
realidad se mantiene, hay otros seres en la naturaleza que saben bien
aprovecharlas. Son esas aves, las gaviotas,
que sobre vuelan nuestras vidas y que allí descansan, junto al susurro acústico
del oleaje y el aroma salino de las aguas marinas, mezclado con la brea perdida
por los motores de las embarcaciones. Lucen su inmaculado y suave plumaje y emiten
esos sonidos que se confunden con el percutir del oleaje que las fuerzas
naturales generan. Rocas en el discurrir de nuestras vidas y también rocas en
el mar. Ese roquedo impertinente, con el que hay que convivir para poder
avanzar.
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Febrero 2025
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