Todos los comercios son necesarios,
pero unos son más importantes que otros para nuestras vidas. No es lo mismo ir
a adquirir una figura que adorne el mueble aparador del salón familiar, que
acudir a un establecimiento farmacéutico con el objetivo de comprar una
medicina necesaria para el cuerpo humano. En uno u otro caso, la sensibilidad
de atención para con el cliente no puede ser la misma. De ahí que los
establecimientos que venden productos para la salud estén autorizados para
atender a los clientes aplicando un horario especial, en el que sean escuchados
por profesionales dotados con una especial formación y cualificación. Cualquier
persona no puede “abrir” una farmacia. Su titular ha de poseer el grado universitario
en la especialidad y los ayudantes de este titulado han haber recibido una
formación profesional específica, por las características del trabajo, muy
delicado e importante, ya que está en juego la salud de la ciudadanía.
Cualquier edad necesita de los
medicamentos, ya que la salud se deteriora en el momento menos esperado. Pero
no es menos cierto que a medida que vamos cumpliendo años, la necesidad de tomar
medicinas es mayor. Ese comentario popular de “Ahora voy más a la farmacia que
a Mercadona” ilustra perfectamente esta inevitable realidad. Desde luego lo
mejor es no tener necesidad para ir a comprarlas. Pero la naturaleza humana no
es perfecta y la salud sufre continuos y desiguales deterioros de muy diversa
naturaleza y gravedad.
Eran las 14:30 de una tarde de
invierno, con el ambiente atmosférico bastante frío y húmedo. A esa hora del
día, muy propicia para realizar el almuerzo, un establecimiento farmacéutico,
con horario continuo desde las 9 de la mañana, se encontraba vacío de clientes.
Detrás del mostrador principal se encontraba MARIO,
29, profesional (“mancebo” en el argot popular) de esta farmacia desde hacía
unos cuatro años. Cuando finalizó de estudiar un módulo de F.P. titulado AUXILIAR
DE FARMACIA, a punto de cumplir los 24, comenzó su trabajo en este
establecimiento, sustituyendo a un profesional que disfrutaba de unas
vacaciones por motivos de boda. Su actitud ante el trabajo diario, muy positivo
en todos los aspectos, hizo que la propietaria del establecimiento le ofreciera
a las pocas semanas un contrato laboral indefinido en su duración. Ariana, la
titular farmacéutica, se encontraba muy satisfecha con la profesionalidad que
ejercía este empleado.
En ese momento de la tarde, entró en la
farmacia una persona mayor. Al ser de inmediato atendido, solicitaba si tenían y
le podía vender un fármaco anticoagulante oral de 5 mg, del que pronunció su
marca. Mario, tras escuchar la petición, le respondió con su amabilidad
habitual “supongo que me podrá mostrar la receta que el médico le habrá
facilitado”. El cliente, de inmediato, extrajo de su cartera la tarjeta
sanitaria del S.A.S. “Observo en la pantalla del ordenador, que este
medicamento, que tiene por cierto un elevado precio, no se lo financia la
Seguridad Social, según leo en su tarjeta”. El cliente mostró una sonrisa,
llena de sentido crítico.
“Sí, ya lo sé. Me “obligan a pagarlo al completo” pues aducen que las características de mis dolencias no están recogidas en la normativa para ser beneficiado con esa financiación. Sí lo podría estar, si acepto sustituirlo por unas inyecciones diarias de Eparina, molestas y dolorosas, que ya me he estado poniendo en la zona ventral de mi cuerpo durante seis meses. Mantienen que no tengo las patologías cardiacas necesarias para que estos comprimidos me sean prescritos con pago gratuito. El esfuerzo económico que he de realizar es en sumo importante. 44 euros (si es genérico) o más de 80 al mes (si es de marca), para una cajita de 30 comprimidos”.
Tras asentir las palabras del cliente,
con un lacónico comentario de “es incomprensible esta decisión” el mancebo fue
a buscar el “preciado” medicamento a los armarios interiores de la botica.
Volvió con la cajita correspondiente en la mano, entregándosela al paciente y
sereno comprador. Éste, después de comprobar rápidamente la impresión exterior
de la medicina, la devuelve al vendedor indicándole “Perdone, pero le he pedido
una cajita con comprimidos de 5 mg”. “Es cierto, don TOMÁS,
pero en su tarjeta del S.A.S. el médico le ha puesto comprimidos de 2,5 mg.”
Nueva sonrisa del cliente, que se dispone a explicar o justificar el por qué de
su decisión. “Si, es cierto. Pero el precio de uno y otro es el mismo, 44 euros.
Si compro la caja de 5 mg, puedo partir el comprimido por la mitad y tengo
medicina para dos meses, mientras que con el de 2,5 el contenido sólo me da
para un mes. Ya que no me lo financian, al menos ahorro una importante cantidad
mensual. Este medicamento es para tomarlo de por vida”. “Sr. Tomás, no se deben
partir los comprimidos, a menos que la receta y los médicos lo autoricen”. “En
este caso, le aclaro, la partición del comprimido está autorizada, tanto por
los laboratorios (se lee explícito en la receta interior) como por el médico
especialista en mi dolencia. Incluso se especifica que, para tomarlo,
determinados enfermos con dificultades de ingesta, éstos pueden hacerlo con el
comprimido machacado o en polvo”.
Después de este curioso diálogo, Mario dudó unos segundos importantes para la reflexión. Aplicando la lógica de la razón, entendió las razones de don Tomás. En consecuencia, volvió a entrar en la trastienda, de la que volvió al instante trayendo una cajita del anticoagulante, pero esta vez de 5 mg el comprimido. De todas formas, aconsejó a su siempre sereno interlocutor que debía indicarle al médico, que lo había recetado, la modificación de prescripción del fármaco, poniendo en la tarjeta 5 mg.
El comprador agradeció al comprensivo “mancebo”
o dependiente la razonable actitud que había aplicado a su razonamiento. Pagó
los 44 euros que costaba la caja de 30 comprimidos, por el medicamento genérico,
despidiéndose amablemente de Mario. Ya en la calle, caminaba reflexionando ante
una realidad, también difícil de entender. Por motivos administrativos y
judiciales, ese medicamento genérico no se encontraba en la mayoría de las
farmacias, sino sólo en algunas que tenían reservas no vendidas. Si embargo el
medicamento de marca, titular de la patente, estaba en cualquier farmacia, pero
a un precio superior a los 80 euros, la cajita de 30 comprimidos.
Este episodio, que es absolutamente
real, pone de manifiesto interesantes elementos para la reflexión: acerca de los
mecanismos económicos de la poderosa industria farmacéutica, la oferta de
medicamentos de marca o genéricos, la profesión médica, la política
administrativa o gubernamental con respecto a la salud, los establecimientos
farmacéuticos y también el proceder del propio ciudadano, que necesita inexcusablemente
esos medicamentos para recuperar o mejorar su salud. –
José L. Casado Toro
Febrero 2025
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